Adapted from: Flores Magon, Ricardo. 1923. Sembrando Ideas. Mexico, D. F.: Grupo Cultural "Ricardo Flores Magon"
This page was authored by Reggie Rodriguez, and was last updated on February 16, 1998. English translations by Thomas Parisi
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RICARDO FLORES MAGON
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RICARDO FLORES MAGON: VIDA Y OBRA
SEMBRANDO IDEAS
(HISTORIETAS RELACIONADAS CON LAS CONDICIONES SOCIALES DE MEXICO)
TOMO UNICO
(4. DE LA SERIE)
1926
EDICIONES DEL GRUPO CULTURAL RICARDO FLORES MAGON
APARTADO POSTAL NUM. 1563
MEXICO, D.F.
INDICE
(last 4 missing)
Una Hermosa Semilla del Sembrador de Ideales English version
Amanera de Prólogo English version
El Apóstol English version
La Esclavitud Voluntria English version
¡Bah, un Borracho! English version
Expropiación English version
Cosechando English version
Una Catástrofe English version
¿Para qué Sirve la Autoridad? English version
¡Viva Tierra y Libertad! English version
El Sueño de Pedro English version
Por Tierra y Libertad English version
¿Para qué Sirve la Autoridad? English Version (same title, different article)
Una Muerte sin Gloria English version
El Triunfo de la Revolución Social English Version
La Libertad Burguesa English version
Vida Nueva
El Despertar de un Cerebro
UNA HERMOSA SEMILLA DEL SEMBRADOR DE IDEALES
[Traducción del Inglés]
Penitenciaría Federal
Leavenworth, Kansas
2 de mayo de 1922
Señorita Irene Benton
Granada, Minnesota.
Mi querida camarada:
¿ No es una vergüenza dejar sin contestación una carta tuya desde e1 10 del mes último? Pero no soy libre, mi querida amiga, de escribir más de tres cartas a la semana. Tú sabes esto, y espero que disirnularás mi aparente negligencia.
Tu carta, tan perfectamente bien calculada para difundir algún calor en mi alma adolorida, tuvo éxito en su generosa misión, y especialmente la última parte de ella, en Ia que dices que tu querida madre te habla de mí, tocó las mas delicadas fibras de mi corazón, me conmovió hasta derramar lágrimas, porque pensé en mi propia madre, muerta hace tantos años. ¡ Hace 21 años!Estaba hyo en la prisión en ese tiempo, castigado por haber denunciado la tiranía sangrienta de Porifirio Díaz, y, por lo tanto, no pude estar al lado de su lecho, no pude darle mi úlitimo beso, nipude oír sus últimas palabras. Esto pasó en la ciudad de México el 14 de junio de 1900, unos tres años antes de mi venida a este país como refugiado político que busca la libertad.Muchas gracias a ti ya tu querida madre por sus sempatías hacia mí, expresadas en tu hermosa carta.
Tu relación de la obra realizada ya en los campos y de la que está en preparación, es de lo más interesante, pues no puedes imaginarte cuánto amo el campo, las selvas, las montañas. "Los hombres-dices-han estado ocupados en los campos preparando el terreno para recibir la semilla. ¡ Qué mundo de emociones y pensamientos promueven esas pocas palabras en mi sér, porque yo también he sido un sembrador, aunque sembrador de ideales...!, y he sentido lo que el sembrador de semillas en ls generosas entrañas de la tierra, y yo confío las más en los cerebros de mis semejantes, y ambos esperamos....y las agonías que él sufre en su espera son mis agonías. La más pequeña muestra de mala suerte oprime nuestro corazón, deteniendo la respiración, espera que la rotura de la costra de la tierra le anuncie que la semilla ha brotado, y yo, con mi corazón comprimido, espero la palabra, la acción, el gesto que indique la germinación de la semilla en un cerebro fértil...La única diferencia entre el sembrador de semillas y el sembrador de ideales reside en el tiempo y la manera de trabajar; pues mientras que el primero tiene la noche para descnasar y aflojar la tensión de sus miembros, y además espera hasta que la estación sea favorable para su siembra y solamente planta en donde el suelo es generoso, el último no tiene noches ni estaciones, todas las tierras merecen sus atenciones y trabajos; siembra en la primavera como en el verano, en el día y en la noche, en la noche y en la día; en todos los climas, bajo todos los cielos y cualquiera que pueda ser la calidad del cerebro; sin tener en cuenta el tiempo...Aunque el rayo truene en las alturas, en donde reside el áarbitro de los destinos humanos.
El sembrador de ideales no detiene su obra, continuúa hacia un futuro que mira con los ojos del espíritu, sembrando, siempre sembrando. Puños muy apretados pueden agitarse amenazadoramente, y todo a su alderredor puede temblar y llegar a arder en el odio que se desprende de aquellos cuyos intereses se benefician, dejando sin cultivo los cerebros de las masas.......El sembrador de ideales no retrocede, el sembrador de ideales continúa sembrando, seimpre sembrando....lejos y cerca, aquí y allá, bajo cielos lívidos iluminados por un sol amarillo que, proyectando sus lúgumbres siluetas contra ceñudos horizontes, que hacen presentir cadalzos sobre el suelo, que agitan sus siniestros brazos como antenas de monstruousas criaturas engendradas por la fiebre o alimentadas por la locura, mientras enormes puertas negras de hierro bostezan somnolientas por su carne y su alma.....El sembrador no retrocede, el sembrador continúa siempre sembrando, y ésta ha sido su tarea desde tiempo inmemorial, ésta ha sido su suerte, aun desde antes de que la raza emergiese dignificada y erecta de la selva bravía, en donde su infancia transcurrió cerca de los otros cuadrumanos y con el resto de la fauna de los cuadrúpedos, porque el sembrador de ideales ha tenido siempre una misión de combate, pero serena y majestuosamente; con un amplio movimiento de brazos, tan amplio que parece trazar en el aire hostil la órbita del sol, constantemente siembra la semilla que hace avanzar la humanidad, aunque con grandes tropiezos, hacia ese futuro que él mira con los ojos del espíritu.....
¡Tu carta es tan tierna...! ¡ oh, mi querida camarada!; eres tan delicada como tu madre. Sí, tu simpatía me calma, me hace mucho bien; gracias un millón de veces. Los recortes son muy interesantes y las pinturas muy simpáticas. Ahora, ¡ adiós!
Dí a Rivera tu recado; está muy agradecido. Tuyo fraternalmente.
Ricardo FLORES MAGO N
A MANERA DE PROLOGO
LA MUERTE DE RICARDO FLORES MAGON
[Traducción del Inglés]
Ricardo Flores Magón ha muerto. Generalmente la noticia de una muerte me afecta poco, pero en este caso ha sucedido lo contrario. No es porque, después de largos años de prisión y destierro, este indomable luchador por la libertad haya muerto en la cárcel. Me domina un sentimiento más grande aún que la piedad o que el afecto personal. Por razones que no puedo analizar, esta muerte me parece como el resumen de un períodico, ya hace nacer, en mí, ideas y sentimientos que encuentro difícil expresar con palabras. Tengo la sensación de que una fueraz, que era esencial, ha dejado de obrar.
Me parece que todos awuellos que estuvieron en relación íntima con Ricardo Flores Magón sentirán lo mismo que yo. Alguna cosa puso en él su sello especial; no importan las condiciones en las cuales se encontrara: permaneció seimpre siendo alguien, una fueraz que debía ser reconocida, una personalidad que no podía ser ignorada. Aun los empleados de la Corte de Justicia y de la penitenciaría, cuyos instintos naturales eran considerarlo solamente como un violador de la ley, me parecieron, cuando discutí con ellos el asunto, plenamente conscientes de ese hecho.
Creo que eso fue, porque el hombre era tan intensamente sincero, tan firme en sus convicciones, que cualquiera otro podría ser domado, reducido al silencio, pero él tenía que hablar: tan firme así era su determinación de jugar su parte en esta gran lucha por la destrucción de la esclavitud humana, la cual él, personalmente, debía combatir y combatió hasta el último momento. Odiaba la opresión, cualquiera que fuese, ya al Gobierno o al monopolio de la tierra, ya la superstición religiosa o las altas finanzas.
Como mexicano, sabía cómo ésta había arruinado la vida de su propio pueblo; como anarquista, comprendía que ésta era la suerte de los desheredados, de todos aquellos que habían consentido en ser reducidos a la impotencia en todo el mundo.
En la mayor parte de nosotros surge a intervalos una justa indignación; pero Magón me parecía un volcán que nunca dormía.
Si mal no recuerdo, fué en San Luis Potosí, hace unos treinta años, donde Ricardo Flores Magón, entonces un joven periodista, obtuvo la prominencia. Propiamente dicho, llegó a ella de un salto: el Partido Liberal estaba en convención, y, de acuerdo con sus tradiciones, estaba dirigiendo todas sus denuncias sobre la iglesia católica; Ricardo, según la versión que ha llegado hasta mí, literalmente aplastó a la convención con un discurso en el cual atacaba a Porifirio Díaz, omnipotente dictador de México a Wall Street, y era, por consiguiente, el verdadero origen de todos los males del país.
Lo especial del caso, en realidad, consistía en que, en aquella época, los ataques contra la Iglesia eran populares y seguros, mientras que un ataque a Díaz no tenía precedentes y estaba lleno de peligros. Esto trajo a Ricardo la amistad de Librado Rivera, quien de allí en adelante participó de su destino y ahora le sobrevive en la penitenciaría de Leavenworth; pero los convirtió a él, a su hermano Enrique y a Librado, en el blanco de la rabia del dictador Díaz. El trío, sin embargo, inició y apresuró con gran actividad una agitación en el sentido indicado, hasta que después de varios encarceleamientos comprendieron que ya no podían vivir más en México y emigraron a los Estados Unidos. Encendieron la mecha. Con gran atrevimiento habían comenzado el movimiento económico que posteriormente arrojó a Díaz al destierro. Como veo las cosas, el motor de los motores es siempre el hombre verdadero; pero el camino que él abre lo conduce siempre a la cruz.
Estoy enteramente seguro de que Ricardo Flores Magón previó esto con toda claridad, porque en sus conversaciones lo aceptaba estoicamente como el precio que debía pagarse. Con demasiada frecuencia se dejaba dominar en alto grado por sus simpatías o por sus antipatías, y muy rara vez podía encontrar una virtud en sus adversarios, pero en problemas fundamtales lo encontré siempre justo, porque él nunca quería abandonar los hechos fundamentales. Repetidas veces consideré sus condenas como injustas, pero observé frecentemente que los hombres que había criticado se convirtieron, al correr del tiempo, en los políticos que Magón habría predicho. Era el luchador más agresivo y más positivo, y lograba amigos y enemigos por centenares.
Yo me interesé por los Magón leyendo el "México Bárbaro" de John Kenneth Turner; pero fueron sus odios apasionados hacia un sistema social que parece capaz de pensar únicamente en el dólar lo que que me condujo abiertamente hacia ellos. Desde hace muchos años, mi más firme convicción ha sido que el culto por el becerro de oro es lo más grande de las barreras que tiene la marcha ascendente que la humanidad está obligada a efectuar, en razón de las conquistas intlectuales de los siglos recientes. He encontrado muchos hombres y mujeres que comparten este juicio; pero jamás ninguno que estuviese tan saturado de él como los Magón. Creo que Ricardo estaba completamente persuadido que la peor suerte para México sería caer bajo el yugo de Wall Street. El gran hecho que él veía, era que toda la humanidad estaba siendo atatda a las ruedas del carro del poder del Dinero, brutalmente triunfante y que debía libertarse ella misma o perecer. Yo mismo conservo esa creencia. Mi estudio de la revolución de México y mi contemplación del modo como la plutocracia de allí había sacado de México todo lo que era de valor, convirtieron ideas que anteriormente eran vagas y teóricas, en una convicción inconmovible.
Ricardo Flores Magón fué uno de los escritores más poderosos que produjo la Revolución. Exceptuando la ocasión en que se dejó atraer a polémicas deplorables, no malgastó su tiempo en pequeñeces; tocaba invariablemente las cuerdas mayores y con extraordinaria firmeza. En todo el curso de su obra hacía llamamiento a las emociones más poderosas, a lo heroico; pedía mucho a los hombres. Dudo que haya tenido conocimiento de los escritos de Nietzsche, pero me parecía otro Nietzsche, aunque democrático. Sin embargo, en tales caracteres había siempre un esfuerzo paralelo: ambos insisten en lo mejor, en la realización de su ideal en toda su plenitud, y para esa realización ningún sacrificio les parecía demasiado grande.
No tengo el deseo de escribir una biografía ni un elogio, y me limito a una cuantas reminiscencias personales que pueden dar conocimiento profundo del hombre. Recuerdo que, habiendo sido prevenido que se le perseguía tenazmente, se rehusó a refugiarse en un lugar seguro, "porque se desorganizaría el movimiento." Cuando, después de muchos meses, lo tuvimos fuera de la cárcel, bajo caución, se dirigió directamente a las oficinas de "Regeneración" y antes de una hora estaba trabajando, una vez más, en la enorme correspondencia, a la cual dedicaba ocho horas del día; nunca encontré un propagandista tan activo como él, exceptuando quizás a su hermano Enrique. Vivía pobremente, ya hasta donde pude saberlo, no tenía vicios. Ciertamente no tenía tiempo para ellos.
En mi primera visita a las oficinas de "Regeneración" observé una gran caja de empaque, y supe que contenía solamente ejemplares de "La Conquista del Pan," de Kropotkine, destinados a México. Por muchos años prosiguieron estos hombres tal obra de zapa con infinita tenacidad y con grandes sacrificios para sus cortísimos recursos personales. Su gran idea fué el desarrollo de personalidades revolucionarias. Tenían gran admiración por Kropotkine, que en mi opinión era muy justa.
Cuando sustituí a John Kenneth Turner como editor de la sección englesa de "Regeneración," su circulación era como de 27,000 ejemplares, y el periódico debía ganar dinero; pero todo se gastaba en propaganda. Teníamos entre 600 y 700 periódicos en nuestras listas de canje y obteníamos muchas noticias del Mundo latino. Nuestra gran aspiración era la unificación de la opinión latina en México, y en Centro y Sudamérica, contra la invasión de la plutocracia, y la creación en los Estados Unidos de un sentimiento bastante fuerte para mantener en jaque la perpetua amenaza de la intervención.
Creo que Ricardo consideraba esto último como la principal tarea de "Regeneración" y que, a causa de esto, se oponía al traslado del periódico a México, que en cierta ocasión pedía yo urgentemente.
En el libro "El Verdadero México," Mr. Hamilton Fife, ahora editor del "Daily Herald," pero entonces corresponsal viajero muy notable, trata de la inesperada caída de Porifirio Díaz, reconocido por los Estados Unidox como una potencia de primer orden, con un gran ejército a su retaguardia. Mr. Fife observa que Díaz olvidó un importante factor: un caballero llamado Ricardo Flores Magón. Yo he mirado siempre esta observación como correcta, ya he considerado a los Magón como los hombres que realmente pusieron en movimiento las fuerzas que difinitivamente arrojaron a Díaz al destierro. Lo consideré un gran éxito y un verdadero suces de los que hacen época. Díaz fué el hombre que, como dijo William Archer, había vendido a su país por una bagatela y con el descudo de un niño que hace burbujas de jabón. Su destronamiento fué el primer facaso que la plutocracia del Norte encontró en su marcha hacia el Sur.
Cuando Madero sucedió a Díaz como Presidente, nombró al hermano de Magón, Jesús, Secretario de Estado; fué entonces, según mis noticias, cuando Jesús hizo repetidos esfuerzos para inducir a Ricardo y a Enrique a regresar a México, asegurándoles completa seguridad y rápido mejoramiento ensu posición. Estaban pobres, habían estado sujetos a repetidas persecuciones y encarcelamientos, como trastornadores inconvientes de la paz plutocrática; y, a pesar de todo, rehusaron decididamente los ofrecimientos de su hermano. Eso siempre me pareció revelador. Puede ser difícil, y quizás imposible para nosotros, comprender las maniobras del pensamiento mexicano y los métodos de hombres que tienen en sí tanta sangre india; pero lo que hay en el fondo y no puede negarse, es que estos hombres-Ricardo y Enrique Flores Magón y Librado Rivera, quien sigue todavía en la prisión de Leavenworth-eran fanáticamente leales a sus convicciones anarquistas.
Pues bien, Ricardo Flores Magón ha muerto, y seguramente, después de una vida de actividad febril, duerme tranquilo; ni alabanaza ni crítica pueden afectarlo ahora. Murió en la penitenciaría de Leavenworth cuando había cumplido cinco años de la feroz sentencia de veinte que le fué impuesta por haber escrito artículos que perjudicaban el reclutamiento. Estuvo sufriendo por algunos años de diabetes, y durante sus últimos días perdió completamente la vista. Pudo haber comprado su libertad confesando su arrepentimiento; pero esa confesión era imposible para naturalezas como la suya. En los mese pasados, los trabajadores organizados de México habían estado agitando por la libertad de Ricardo, y, al saberse su muerte, el Parlamento de la Capital ordenó que se enlutara la tribuna.
El Gobierno pidió la entrega de sus restos, a los cuales quería dar sepultura digna del que en su vida fué un incesante luchador por la causa de la emancipación que las masas de México, en común con las del mundo entero, tienen todavía que ganar; pero sus camaradas han respetado sus principios y declinado los funerales por el Gobierno.
Esperamos que, inspirados por el ejemplo de este indomable luchador, el pueblo de los Estados Unidos pueda erguirse y pedir la libertad de los muchos presos políticos, mártires de su conciencia que ahora se pudren en las galeras de ese país. Tal hazaña sería el más apropiado monumento a la vida y a la memoria de Ricardo Flores Magón.
William C. OWEN.
(De "Freedom," Londres, diciembre de 1922.)
EL APOSTOL
Ricardo Flores Magon
Atravesando campos, recorriendo carreteras, por sobre los espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora, así va el Delegado Revolucionario en su empresa de catequismo, bajo el sol, que parece vengarse de su atrevimiento arrojando sobre él sus saetas de fuego; pero el Delgado no se detiene, no quiere perder un minuto. De alguna que otra casuca salen, a perseguirlo, perros canijos, tan hostiles como los miserables habitantes de las casucas, que ríen estúpidamente al paso del apóstol de la buena nueva.
El Delegado avanza; quiere llegar a aquel grupo de casitas simpáticas que relucen en la falda de la alta montaña, donde-se le ha dicho-hay compañeros. El calor del sol se hace insoportable; el hambre y la sed lo debilitan tanto como la fatigosa caminata; pero en su cerebro lúcido la idea se conserva fresca, límpida como el agua de la montaña, bella como una flor sobre la cual no puede caer la amenaza del tirano. Así es la idea: inmune a la opresión.
El Delegado marcha, marcha. Los campos yermos le oprimen el corazón. ¡Cuántas familias vivirían en la abundancia se esas tierras no estuvieran en poder de unos cuantos ambiciosos! El Delegado sigue su camino; una víbora suena su cascabel bajo en matorro polvoriento; los grillos llenan de rumores estridentes el caldeado ambiente; una vaca muge a lo lejos.
Por fin llega el Delegado al villorrio, donde-se le ha dicho-hay compañeros. Los perros, alarmados, le ladran. Por las puertas de las casitas asoman rostros indiferentes. Bajo un portal hay un grupo de hombres y de mujeres. El apóstol se acerca; los hombres fruncen las cejas; las mujeres le ven con desconfianza.
-Buenas tardes, compañeros, dice el Delegado.
Los del grupo se miran unos a los otros. Nadie contesta el saludo. El apóstol no se da por vencido y vuelve a decir:
-Compañeros, vengo a daros una buena noticia: la Revolución ha estallado.
Nadie le responde; nadie despega los labios; pero vuelven a mirarse unos a los otros, los ojos tratando de salirse de sus órbitas.
-Compañeros, continúa el propagandista, la tiranía se bambolea; hombres enérgicos han empuñado las armas para derribarla, y sólo se espera que todos, todos sin excepción, ayuden de cualquier manera a los que luchan por la libertad y la justicia.
Las mujeres bostezan; los hombres se rascan la cabeza; una gallina pasa por entre el grupo, perseguida por un gallo.
-Compañeros-continúa el infatigable propagandista de la buena nueva-, la libertad requiere sacrificios; vuestra vida es dura; no tenéis satisfacciones; el porvenir de vuestros hijos es incierto. ¿Por qué os mostráis indiferentes ante la abnegación de los que se han lanzado a la lucha para conquistar vuestra dicha, para haceros libres, para que vuestros hijitos sean más dichosos que vosotros? Ayudad, ayudad como podáis; dedicad una parte de vuestros salarios al fomento de la Revolución, o empuñad las armas si así lo preferís; pero haced algo por la causa; propagad siquiera los ideales de la gran insurrección.
El Delegado hizo una pausa. Un águila pasó meciéndose en la limpia atmósfera, como si hubiera sido el símbolo del pensamiento de aquel hombre que, andando entre los cerdos humanos, se conservaba muy alto, muy puro, muy blanco.
Las moscas, zumbando, entraban y salían de la boca de un viejo que dormitaba. Los hombres, visiblemente contrariados, iban desfilando de uno en uno; las mujeres se habían marchado todas. Por fin se quedó solo el Delegado en presencia del viejo que dormía su borrachera y de un perro que lanzaba furiosas tarascadas a las moscas que chupaban su sarna. Ni un centavo había salido de aquellos sórdidos bolsillos, ni un trago de agua se había orfecido a aquel hombre firmísimo, que, lanzando una mirada compasiva a aquella madriguera del egoísmo y de la estupidez, encaminóse hacia otra casita. Al pasar frente a una taberna pudo ver a aquellos miserables con quienes había hablado, apurando sendos vasos de vino, dando al burgués lo que no quisieron dar a la Revolución, remachando sus cadenas, condenando a la esclavitud y a la vergüenza sus pequeños hijos, con su indeferencia y con su egoísmo.
La noticia de la llegada del apóstol se había ya extendido por todo el pueblo, y, prevenidos los habitantes, cerraban las puertas de sus casas al acercarse el Delegado. Entretanto un hombre, que por su traza debería ser un trabajador, llegaba jadeante a las puertas de la oficina de policía.
-Señor, dijo el hombre al jefe de los esbirros, ¿cuánto da usted por la entrega de un revolucionario?
-Veinte reales, dijo el esbirro.
El trato fué cerrado; Judas ha rebajado la tarifa. Momentos después un hombre, amarrado codo con codo, era llevado a la cárcel a empellones. Caía, y a puntapiés lo levantaban los verdugos entre las carcajadas de los esclavos borrachos. Algunos muchachos se complacían en echar puñados de tierra a los ojos del mártir, que no era otro que el apóstol que había atravesado campos, recorrido carreteras, por sobre los espinos, por entre los gijarros, la boca seca por la sed devoradora; pero llevando, en su cerebro lúcido, la idea de la regeneración de la raza humana por medio del bienestar y la libertad.
(De "Regeneración," del número 19, fechado el 7 de enero de 1911.)
LA ESCLAVITUD VOLUNTARIA
Ricardo Flores Magon
Juan y Pedro llegaron a la edad en que es preciso trabajar para poder vivir. Hijos de trabajadores, no tuvieron oportunidad de adquirir una regular cultura que los emancipase de la cadena del salario. Pero Juan era animoso. Había leído en los periódicos cómo hombres que habían nacido en cuna humilde habían llegado, por medio del trabajo y del ahorro, a ser los reyes de las finanzas, y a dominar, con la fuerza del dinero, no sólo los mercados, sino las naciones mismas. Había leído mil anécdotas de los Vanderbilt, de los Rockefeller, de los Rosthchild, de los Carnegie, de todos aquellos que, según la Prensa y hasta según los libros de lectura de las escuelas con que se embrutece a la niñez contemporánea, están al frente de las finanzas mundiales, no por otra cosa sino-¡vil mentira!-por su dedicación al trabajo y su devoción por el ahorro.
Juan se entregó al trabajo con verdadero ardor. Trabajó un año, y se encotró tan pobre como el primer día. A la vuelta de otro año se encontró en las mismas circunstancias. Y siguió trabajando más, sin desmayar, sin desesperar. Pasaron cinco años y se encontró con que, a fuerza de sacrificios, había logrado reunir algunas monedas, no muchas. Para ahorrarlas necesitó disminuir los gastos de su alimentación, con lo que debilitó sus fuerzas; vistió andrajos, con lo que el calor y el frío lo atormentaron, debilitando igualmente su organismo; habitó miserables casuchas, cuya insalubridad aportó a su organismo su contingente debilitante. Pero Juan siguió ahorrando, ahorrando dinero a expensas de su salud. Por cada centavo que lograba guardar, perdía una parte de su fuerza. Para no pagar renta a propietario alguno compró un lote y fabricó una casita. Después se casó con una muchacha. El Registro civil y el cura le arrancaron una buena parte de sus ahorros, obtenidos a costa de tantos sacrificios. Pasaron algunos años más: el trabajo noera constante, las deudas comenzaron a afligir al pobre Juan. Un día se enfermó uno de sus hijitos; el médico no quiso asistir al enfermito porque no se le ofrecía dinero; en el dispensario público atendieron tan mal a la criatura que ésta murió. Juan, sin embargo, no se daba por vencido. Recordaba sus lecturas sobre las famosas virtudes del ahorro y otras patrañas por el estilo. Tenía que ser rico porque trabajaba y ahorraba. ¿No habían hecho lo mismo Rockefeller, Carnegie y muchos más, ante cuyos millones suelta la baba la humanidad inconsciente? Entretanto los artículos de primera necesidad iban subiendo en precio de manera poco tranquilizadora. La ración alimenticia se disminuía hasta su extremo limite en el hogar del inocente Juan, y, a pesar de todo, las deudas aumentaban y ya no podía ahorrar un solo cobre. Para colmo de desdichas, el dueño de la mañana despedidos del trabajo, ocupando sus lugares nuevos esclavos que, como los anteriores, soñaban con riquezas amasadas a fuerza de trabajo y de ahorro. Juan tuvo que empeñar su casa, esperando todavía poner a flote la barca de sus ilusiones, que se hundía, se hundía sin remedio. No pudo pagar la deuda, y tuvo que dejar en las manos de los prestamistas el producto de su sacrificio, el pequeño bien amasado con su sangre. Obstinado, Juan quiso todavía trabajar y ahorrar, pero en vano. Las privaciones a que se sujetó por el ansia de ahorrar, el trabajo pesado que había ejecutado en los mejores annos de su vida le habían destruído el vigor. En todas partes donde solicitaba trabajo se le decía que no había ocupación para él. Era una máquina de producir dinero para los amos; pero demasiado gastada ya. Las máquinas viejas son vistas con desprecio. Y, entretanto, la familia de Juan padecía hambre. En la negra casucha no había fuego, no había abrigos para combatir el frío, las criaturas pedían pan con verdadera furia. Juan salía todas las mañanas en busca de trabajo; pero ¿quién había de alquilar sus brazos viejos? Y después de recorrer la ciudad y los campos, llegaba al hogar, donde lo esperaban, contristados y hambrientos, los suyos, su mujer, sus hijos, los seres queridos, para quienes soño las riquezas de Rockefeller, la fortuna de Carnegie.
Una tarde Juan se detuvo a contemplar el paso de ricos automóviles ocupados por personas regordetas, en cuyos rostros podía adivinarse la satisfacción de llevar una vida sin preocupaciones. Las mujeres charlaban alegremente, y los hombres, almibarados e insignificantes, las atendían con frases melifluas que habrían hecho bostezar de fastidio a otras mujeres que no hubieran sido aquellas burguesas.
Hacía frío; Juan tembló pensando en los suyos, que le esperaban en la negra casucha, verdadera mansión del infortunio. Cómo habrían de tiritar de frío en aquel instante; cómo debían sufrir las torturas indescriptibles del hambre; qué amargas deberían ser las lágrimas que derramasen en aquellos momentos. El desfile elegantísimo continuaba. Era la hora de exhibición de los ricos, de los que, según el pobre Juan, habían sabido "trabajar y ahorrar" como los Rothschild, como los Carnegie, como los Rockefeller. En un lujoso carruaje venía un gran señor. Su porte era magnífico. Tenía canas, pero su rostro estaba joven. Juan se llevó la mano a los ojos para limpiarlos, temiendo ser víctima de una ilusión. No, no le engañaban sus viejos y opacos ojos: aquel gran señor era Pedro, su camarada de la infancia. "Cuánto ha de haber trabajado y ahorrado," pensó Juan, "para que haya podido salir de la miseria y llegar a tanta altura y ganar tanta distinción."
¡Ah, pobre Juan!: no había podido olvidar los imbéciles relatos de los grandes vampiros de la humanidad; no había podido olvidar lo que leyó en los libros de las escuelas, en que tan concienzudamente se embrutece al pueblo.
Pedro no había trabajado. Hombre sin escrúpulos, y dotado de gran malicia, había podido apercibirse de que lo que se llama honradez no es fuente de riquezas, y se echó a engañar a sus semejantes. Apenas reunido algún fondito, instaló un taller y alquiló manos baratas; de ese modo fué subiendo, subiendo. Ensanchó sus negocios y alquiló más manos, y más y más, y se convirtió en millonario y en gran señor, gracias a los innumerables "Juanes," que toman a pies juntillas los consejos de la burguesía.
Juan continuó presenciando el brillante desfile de haraganes y haraganas. En la esquina próxima un hombre dirigía la palabra al público. Escaso auditorio tenía, en verdad, quel orador. ¿Quién era? ¿Qué predicaba? Juan fué a escuchar.
-Compañeros, decía el hombre, ha llegado el momento de reflexionar. Los capitalistas son unos ladrones. Sólo por medio de malas artes se puede llegar a milloniario. Los pobres nos deslomamos trabajando, y cuando ya no podemos trabajar, nos despiden los burgueses como dejan sin ampara al caballo envejecido en el servicio. ¡Tomemos las armas para conquistar nuestro bienestar y el de nuestras familias!
Juan lanzó una mirada despreciativa al orador, escupió al suelo con coraje y se marchó a la casucha negra, donde lo esperaban afligidos, con hambre y con frío, los seres queridos. No podía morir en él la idea de que el ahorro y la laboriosidad hacen la riqueza del hombre virtuoso. Ni ante el infortunio inmerecido de los suyos pudo reaccionar el alma de aquel miserable, educado para esclavo.
(De "Regeneración," del número 21, fechado el 21 de enero de 1911.)
!BAH, UN BORACHO!
Ricardo Flores Magon
Aquella alegre mañana era tal vez la más triste para el pobre tísico. El sol brillaba intensamente, enriqueciendo, con fulgores de oro, la bella ciudad de Los Angeles.
Hacía algunas semanas que Santiago había sido despedido del trabajo. Estaba tísico hasta la medula, y el "buen" burgués, que lo explotaba desde hacía largos años, tuvo a bien ponerlo de patitas en la calle tan pronto como comprendió que los débiles brazos de su esclavo no podían y a darle las buenas ganancias de antaño.
Cuando muchacho, Santiago trabajó con ahinco. Soñaba, el pobre, lo que sueñan otros muchos pobres: llegar a ganar un "buen" salario que le permitiera ahorrar algunos centavos con que pasar los últimos días de su vida.
Santiago ahorró. Se "amarró" la tripa y logró de esa manera, acumular algunas monedas: pero cada moneda que ahorraba significaba una privación; de tal suerte que, si la alcancía se iba llenando de monedas, las arterias del cuerpo se encontraban cada vez más pobre de sangre.
"No ahorraré más," dijo valerosamente Santiago un día que comprendió que su salud iba en descenso. En efecto no ahorró más, y, de ese modo, pudo prolongar su agonía. El salario aumentaba, no cabía duda de que aumentaba. Varias huelgas, hechas por los de su gremio, habían dado por resultado el aumento de los salarios; pero-¿cuándo faltará un pero?-si bien los salarios eran mejores que antes, los artículos de primera necesidad habían alcanzado un costo que hacía ilusoria la ventaja obtenida con el sacrificio de la huelga, que supone hambre, frío en el hogar, lizas de los polizontes y aun la cárcel y la muerte en los choques con los miserables rompehuelgas.
Pasaban los años y el salario subía, y el costo de los artículos de primera necesidad subía, subía, al mismo tiempo que la familia del pobre Santiago aumentaba. El número de horas de trabajo se había reducido a ocho, gracias, también, a las huelgas; pero-otra vez el pero-la tarea que tenía que desempeñar en ocho horas era la misma, exactemente la misma que antes desempeñaba en diez o doce horas, de manera que tenía que poner en juego toda su habilidad, toda su fuerza, toda la experiencia adquirida en su vida de trabajador para salir avante. El "lunch" frío, engullido precipitadamente en los pocos minutos del mediodía; la tensión nerviosa, a que sujetaba su cuerpo para no perder un movimiento de la máquina; la suciedad y la escasa ventilación del taller; el ruido atormentador de la maquinaria; la pobre alimentación que podía obtener, dada la carestía de los comestibles; la pobre habitación en que dormía con su numerosa familia, sin lumbre, sin comfortables abrigos; la intranquilidad que abrumaba su espíritu al pensar sobre el porvenir de su familia, todo, todo conspiraba contra su salud. Quiso ahorrar otra vez, pensando dejar algo a su familia cuando él muriera. Pero ¿qué ahorraba? Limitó los gastos de la familia hasta su extremo límite; mas vió, con espanto, que sus pobres, hijitos perdían el color rosado de sus mejillas, y él mismo se sentía desfallecer.
Se encontró, pues, Santiago, en presencia de este dilema que, si no es de hierro, no se sabe de qué pueda ser: ahorrar a costa de la salud de los suyos para dejarles algunas monedas al morir, monedas que tendrían que ser invertidas en medicinas para combatir la anemia de la prole, o bien no ahorrar para que se alimentase mejor su familia, la cual quedaría sin un centavo cuando él faltase. Y entonces pensaba en el desamparo de los suyos, en la posible prostitución de sus hijitas, en el probable "crimen" de sus amados hijos para obtener una torta de pan, en el duelo amarguísimo de su noble compañera.
Entretanto la tisis hacía progreso en su traqueteado cuerpo. Los amigos huían de él, temeroso de contraer la enfermedad. El burgués lo retenía aún en su taller porque todavía podía trabajar, porque todavía podía trabajar, porque todavía podía arrancar a aquel desventurado esclavo buenas sumas de dinero.
Llegó, empero, el momento en que Santiago ya no era útil ni para Dios ni para el Diablo, y aquel burgués que le palmeaba la espalda cuando, rendido de fatiga, dejaba el taller por las tardes, después de haber hecho más rico al amo y haberse hecho él más pobre de salud, lo expulsaba ahora del taller porque ya no era negocio tenerlo ahí: producía muy poco.
Con las lágrimas en los ojos llegó Santiago a su hogar una tarde en que la naturaleza y las cosas mismas reéian. Los niños jugueteaban en las calles; los pajarillos picoteaban aquí y allá en el piso de asfalto; los perros, con sus ojos inteligentes y simpáticos, contemplaban el paso de los transeúntes, incapaces de adivinar la pena o la alegría que habitaba en cada corazón humano. Los caballos barrían, con sus colas, las tercas moscas que acosaban sus flancos lustrosos; los muchachitos vendedores de periódicos alegraban la escena con sus gritos y sus picardihuelas; el sol se disponía a tenderse en su lecho de púrpura. ¡Cuánta belleza afuera! !Cuánta tristeza en el hogar de Santiago!
Entre accesos de tos, entre suspiros profundísimos, entre sollozos desarradores, Santiago comunicó a su leal compañera la triste nueva: "Mañana ya no tendremos pan".......
¡Oh, reinado de la igualdad social, cuánto tardas en llegar!
Todo lo empeñable fué a dar al montepió; se llaman montepíos esas cuevas de bandidos protegidos por....¡la ley! Al montepió fueron a dar, una a una, las modestas alhajitas que habían tenido, trasmitiéndose de padres a hijos en esa raza de humildes; al montepío fueron a dar aquellos pañolones con que luciera su palmito la madre de la compañera allá en sus mocedades, y que se guardaban como queridas reliquias; al montepió fueron a parar la primorosa pintura, único lujo de la destartalada estancia que era, a la vez, cocina, comedor, sala de recibir visitas y....... alcoba; al montepío fueron a para hasta las prendas de ropa más humildes.
La enfermedad, entretanto, no perdía tiempo: trabajaba, trabajaba sin descanso, socavando los pulmones de Santiago. Masas negruzcas salían de la boca del enfermo a cada acceso de tos. La mala alimentación, la tristeza y la falta de asistencia médica tenían al enfermo a la orilla de la tumba, como vulgarmente se dice. No había más remedio que ingresar en esa prisión a que las odiosas caridades oficial y burguesa condenan a los seres humanos que han pasado su vida produciendo tantas cosas bellas, tantas cosas ricas, tantas cosas buenas, por la pitanza que puede obtnerse con el maldito salario.
Al hospital fué a dar, con su pellejo y con sus huesos, el infortunado Santiago, mientras la noble compañera iba de fábrica en fábrica y de taller en taller implrando por un verdugo que explotase sus brazos. ¿Hasta cuándo, hermanos desheredados, os decidiréis a aplastar con vuestra rebeldía, la iniquidad del actual sistema capitalista?
En el hospital duró unos cuantos días...estaba desahuciado por los médicos, su mal no tenía remedio, y se le confinó a la sala de los incurables. Nada de medicinas, alimentos pobres, atención nula; ésto fué lo que la caridad pudo hacer por nuestro enfermo, mientras el burgués que lo explotó toda su vida derrochaba, en francachelas, las monedas ganadas a costa de la salud de aquel miserable.
Sanitago pidió su baja del hospital. No tenía objeto esa prisión, y aquella alegre mañana que, tal vez, era la más triste para el pobre tísico, un polizonte lo arrastró, "por vago," en un parque público, pasando, así, de una prisión a otra.
El bello sol californiano brillaba intensamente. Las hermosas avenidas florecían de gente bien vestida y de cara alegre; perritos más felices que millones de seres humanos descansaban en los brazos de lindas y elegantes señoras burguesas, que andaban de compras mientras Santiago, en el carro de la policía, oía, de vez en cuando, esta exclamación: "¡Bah, un borracho!"
(De "Regneración," del número 35, fechado el 29 de abril de 1911.)
EXPROPACION
Ricardo Flores Magon
La noche anterior habíase reunido la peonada. Ya aquello no era vivir; los amos nunca habían sido tan insolentes ni tan exigentes. Era necesario que aquello acabase de una vez. El hombre que había estado conversando con ellos uns semana antes, tenía razón: los amos son los descendientes de los primeros bandidos que, con el pretexto de civilizarlos, habían llegado en són de guerra, despojando de sus tierras a los indios, sus antepasados, para convertirlos en peones. ¡Y qué vida la que habían arrastrado por siglos! Tenían que resignarse a aceptar maíz y frijol agorgojados, para su alimentación, ¡ellos que levantaban tan frescas y abundantes cosechas! ¿Se moría una res en el campo? Esa era la única vez que probaban la carne, carne hedionda ya; pero que el amo se hacía pagar a precios de plaza sitiada. ¿Había mujeres bonitas entre los esclavos? El amo y los hijos del amo tenían el derecho de violarlas. ¿Protestaba algún peón? ¡Iba a dar derechito al Ejército para defender el sistema que lo tiranizaba!
Hacía ocho días que había estado con ellos un hombre que ni se supo por dónde había llegado, ni se supo después por dónde ni cuándo se había ido. Era joven; sus manos, duras y fuertes, no dejaban lugar a duda de que era un trabajador; pero, por el extraño fulgor de sus ojos, se descubría que algo ardía tras de aquella frente, tostada por la intemperie y surcada por una arruga que le daba el aire de hombre inteligente y reflexivo. Ese hombre les había hablado de esta manera: "Hermanos de miseria, levantad la frente. Somos seres humanos iguales a los démas seres humanos que habitan la tierra. Nuestro origen es común, y la tierra, esta vieja tierra que regamos con nuestro sudor, es nuestra madre común, y, por lo mismo, tenemos el derecho de que nos alimente, nos dé la leña de sus bosques y el agua de sus fuentes a todos sin distinción, con una sola condición: que la fecundemos y la amemos. Los que se dicen dueños de la tierra, son los desciendentes de aquellos bandidos que, a sangre y fuego, la arrebataron a nuestros antepasados, hace cuatro siglos, cuando ocurrieron aquellos actos de incendiarismo, de matanzas al por mayor, de estupros salvajes que la Historia consigna en este nombre: Conquista de México. Esta tierra es nuestra, compañeros de cadena: ¡tomémosla para nosotros y para todos nuestros descendientes!"
Desde ese día no se hablaba de otra cosa entre la peonada que de tomar la tierra, quitársela a los amos de cualqiera manera. La cuestión era tomarla, levantar para ellos la cosecha, lanzar a los amos noramala y continuar los trabajos de la hacienda, libres ya de sanguijuelas. De ahí en adelante sería todo para los que trabajaban.
Desde entonces los amos notaron que los peones ya no se quitaron el sombrero en su presencia, y que había cierta digna firmeza en sus miradas: presintieron la catástrofe. Cuando el humilde levanta la frente, el soberbio la abate. El espíritu de rebeldía,por tantos años dormido dentro de los robustos pechos de los esclavos, había sido despertado por las sinceras palabras del joven propagandista. En los jacales se conspiraba. Reunidos alrededor de la lumbre, los campesinos y las campesinas, hablando en voz baja, discutían las palabras del joven agitador. "Si, la tierra es nuestra madre común," decían, "y debe ser nuestra;" pero "¿cómo llegaremos a tenerla?," preguntaban los más irresolutos. "La pediremos al Gobierno," aconsejaban los que pasaban por sensatos; pero los más jóvenes, y sobre todo las mujeres, protestaban contra esas resoluciones cobardes y votaban por emplear la violencia. "Recordad," decían los más exaltados, "que cuantas veces hemos pedido justicia o hemos protestado contra alguna infamia de nuestros amos, el Gobierno ha tomado los mejores de nuestros hermanos para encerrarlos en los cuarteles y en los presidios." Y entonces, consultando su memoria, cada uno de aquello hombres y de aquallas mujeres exponían ejemplos de esa naturaleza, que daban la razón a los exaltados. Se acordaban de Juan, que fué sacado de su jacal a altas horas de la noche y fusilado cuando apenas habían caminando media legua de las casitas, solamente porque no permitió al amo que abusase de su compañera. Los ánimos se enardecían al recordar tantas infamias pasadas y al comunicarse las presentes. Un cojo dijo: "Perdí mi pierna y mi brazo militando bajo las órdenes de Madero, y aquí estoy, cargado de familia y sin saber se mañana tendré para que mis hijos tengan un pedazo de tortilla que llevarse a sus boquitas." Otro dijo: "Hoy me ordenó el amo que matase las cinco gallinas que tengo en mi corralito, pues de lo contrario las tomará él para el corral de la hacienda." Otro más expuso: "Ayer me dijo mi hija que el señorito la ha amenazado con hacer que su padre me mande a presidio si no le entrega su cuerpo."
Conversaciones parecidas había en los demás jacales. Se hablaba de lo duro del trabajo y lo miserable de la paga, y, tiritando, se acercaban al fuego. Como pudieron acordaron tener una reunión general. Esta se llevó a afecto en la noche, en una cañada cercana. El frío era intenso; pero aquella masa humana no lo sentía; el ansia de ser libres ardía en todos los pechos. Los "prudentes" abogaban todavía por enviar una comisión ante el Gobierno para que pidieran tierra para todos; pero entonces se levantaba un vocerío formidable: "No, no queremos tratar con nuestros verdugos. ¡Muera el Gobierno y mueran los ricos!" Y las mujeres, con los niños en brazo, hablaban del hambre y la desnudez que sufrían, por la cobardía de los hombres. "¡No más hambre,!" gritaban. "A tomar la hacienda!," volvían a gritar. Y los dueños se cernían amenazadores; los andrajos flotaban al aire como negras banderas de venganza. Los cantiles multiplicaban la intensidad de aquel formidable vocerío. "¡A la casa de la hacienda!," gritaron unas mujeres, y emprendieron vertiginosa carrera hacia el caserío, de donde el viento traía el ladrido de los perros inquietos, como si adivinaran el grandioso acto de justicia social que pocos minutos después deebría ser consumado.
A las mujeres siguieron los hombres, llegaron al caserió, tomaron sus azadones, sus palas, lo que pudieron; y siguieron, envueltos en la sombra, su carrera hacia la casa de la hacienda..... Una descarga cerrada recibió a los asaltantes; pero unas cuantas flechas "Regeneración," bien dirigidas, arrasaron la fortaleza de los burgueses en unos cuantos minutos, pereciendo en sus ruinas los descendientes de aquellos bandidos que, a sangre y fuego y estuprando virginidades, habían despojado de la tierra a los indios cuatro siglos antes.....
Cuando los fulgores del incendio se disiparon, una claridad como de pétalos de rosa, diluídos en leche, comenzó a aparecer por el Oriente: el sol surgió al fin más brillante, más hermoso, como contento de iluminar las frentes de hombres libres, después de siglos de no alumbrar otra cosa que los lomos enlodados del rebaño humano.
Era digno de verse aquel gentío. Unos se dedicaban a contrar las cabezas de ganado; otors hacían un recuento del número de seres humanos de la localidad; otros inventariaban las tiendas y los graneros: y cuando el sol descendía por la tarde incendiando las nubes; cuando los pajarillos se rejugiaban en las copas de los árboles, ya sabían todos con qué recursos contaba la comunidad, y ésta ya se había puesto de acuerdo para reanudar los trabajos por su propia cuenta, y libres, para siempre, de amos.
(De "Regeneración," del número 68, fechado el 16 de diciembre de 1911.)
COSECHANDO
Ricardo Flores Magon
A la orilla del camino me encuentro un hombre, de ojos llorosos y negro pelo alborotado, contemplando unos cardos que yacen a sus pies. "¿Por qué lloras?," le pregunto, y él me respondé: "Lloro porque hice a mi prójimo todo el bien posible, labré mi parcela con todo empeño, como todo hombre que se respete debe hacerlo; pero aquellos a quienes hice bien me hicieron sufrir, y en cuanto a mis parcelas, faltas del agua que me arrebataron los ricos, sólo produjeron esos cardos que ves a mis pies."
Mala cosecha, me digo, la que levantan los buenos, y continúo mi marcha.
Un poco más lejos tropiezo con un viejo que viene cayendo y levantando, encorvada la espalda, triste la vaga mirada. "¿Por qué estás triste?," le pregunto, y me responde: "Estoy triste porque he trabajado desde la edad de siete años. Siempre fuí cumplido; pero esta mañana me dijo el amo: "Estás demasiado viejo, Juan; ya no hay trabajo que puedas desempeñar," y me dió con las puertas en la cara.
¡Vaya una cosecha de años y más años de honrada labor!, me digo, y sigo caminando.
Un hombre muy joven aún, pero a quien le falta una pierna, me sale al encuentro, con el sombrero en la mano, pidiendo "una limosna por el amor de Dios," según él mismo expresa en algo parecido a un gemido. "¿Por qué gimes?," le pregunto, y él me dice: "Madero nos dijo que íbamos a ser libres y felices, con la condición de que lo ayudásemos a subir a la Presidencia de la Républica. Todos mis hermanos, y mi padre mismo, murieron en la guerra; yo perdí la pierna y mi salud, quedando las familias de todos a un pan pedir."
Esa es la cosecha de los que luchan por encumbrar tiranos y sostener el sistema capitalista, me digo, y sigo adelante.
A poco andar me encuentro con un grupo de hombres, de flojo andar, de mirada taciturna, los brazos caídos, leyéndose en sus rostros desaliento, y angustia y aun cólera. "¿Qué motiva vuestro disgusto?," les interrogo. "Salimos de la fábrica, dicen, y, después de trabajar diez horas, apenas ganamos para una miserable cena de frijoles."
No son éstos los que cosechan, me digo, sino sus amos, y continúo mi camino.
Ya es de noche. Los grillos cantan sus amores en las grietas de la tierra. Mi oído, atento, percibe rumores de fiesta. Me dirijo hacia el rumbo de donde provienen los alegres rumores, y me veo enfrente de un suntuoso palacio. "¿Quien vive aquí," pregunto a un lacayo. "Es el dueño de las tierras que ves en estos contornos, y dueño, además, del agua con que se riegan las tierras."
Comprendo que estoy al pie de la residenciea del bandido que hizo que en el campo del pobre sólo se produjeran cardos, y, mostrando mi puño a la bella estructura del palacio, pienso: "Tu próxima cosecha, ¡burgués bribón!, tendrás que levantarla con tus propias manos, porque, sábelo, los esclavos están despertando......."
Y sigo mi marcha pensando, pensando; soñando, soñando. Pienso en la heroica resolución de esos desheredados que tienen el valor de poner en sus manos reivindicadoras en las tierras que, según la ley, pertenecen a todos los seres humanos. Sueño en la alegría de los hogares humildes después de la expropiación; los hombres y las mujeres sintiéndose realmente humanos; los niños jugueteando, riendo, gozando, llenos sus estomaguitos de alimento sano y bastante.
La rebeldía nos daría la mejor de las cosechas: Pan, Tierra y Libertad para todos.
(De "Regeneración," del número 69, fechado el 23 de diciembre de 1911.)
UNA CATASTROFE
Ricardo Flores Magon
Yo no me mato para que otros vivan, dijo, con voz clara, Pedro, el peón minero, cuando Juan, su compañero de trabajo, extendía a su vista un ejemplar del periódico "Regeneración," lleno de detalles del movimiento revolucionario del proletariado mexicano. "Yo tengo familia, prosiguió, y buen animal sería si fuera a presentar la barriga a las balas de los federales."
Juan recibió sin extrañeza la observación de Pedro: así hablan los más. Unos hasta trataban de golpearlo cuando les decía que había lugares donde los peones habían desconocido a sus amos y se habían hecho dueños de las haciendas. Pasaron algunos días; Juan, después de comprar una buena carabina con abundante dotación de cartuchos, se internó enla sierra por donde él sabía que había rebeldes. No le interesaba saber a qué bandería pertenecían o qué ideales defendían los revolucionarios. Se eran de los suyos, esto es, de los que enarbolando la bandera roja pugnan por hacerse fuertes para fundar una sociedad nueva, en la que cada quien sea el amo de sí mismo y nadie el verdugo de los demás, muy bueno; se uniría a ellos, aumentaría con su persona tanto el número de combatientes como el número de cerebros en la magna obra redentora, que tanto necesita de fusiles como de cerebros capaces de iluminar otros cerebros en la magna obra redentora, que tanto necesita de fusiles como de cerebros capaces de iluminar otros cerebros, y corazones capaces de inflamar con el mismo fuego otros corazones; pero si no eran de los suyos los que merodeaban por las cercanías, eso no importaba; de todos modo él se uniría, pues consideraba como un deber de libertario mezclarse entre sus hermanos inconscientes por medio de hábiles pláticas sobre los derechos del proletariado.
Un día las mujeres de los mineros se agolpaban a la puerta de la mina. Un desprendimiento había cerrado una de las galerías de la mina, dejando sin comunicación conel exterior a más de cincuenta trabajadores. Pedro se encontraba entre ellos, y, como los demás, sin esperanza de escapar de la muerte. En las tinieblas el pobre peón pensaba en su familia: a él se le esperaba una agonía espantosa, privado de agua y de alimentación; pero al fin, después de algunos días, entraría en el reposo de la muerte; mas ¿su familia? ¿Qué sería de su mujer, de sus hijos, tan pequeños aún? Y entonces pensaba con rabia en lo estéril de su sacrificio, y reconocía tardíamente que Juan, el anarquista, tenía razón cuando, extendiendo ante su vista "Regeneración," le hablaba con entusiasmo de la revolución social, de la lucha de clases necesaria, indispensable, para que el hombre deje de ser el esclavo del hombre, para que todos puedan llevarse a la boca un pedazo de pan, para que acabasen una vez el crimen, la prostitución, la miseria. El pobre minero se acordaba entonces de aquella frase cruel que lanzó cierta vez al rostro de su amigo Juan como un salivazo: "Yo no me mato para que otros vivan."
Mientras esto pensaba el minero sepultado en vida por trabajar para que vivieran los burgueses dueños de la negociación, las mujeres, llorosas, se retorcían los brazos, pidiendo a gritos que les devolvieran a sus esposos, a sus hermanos, a sus hijos, a sus padres. Cuadrillas de voluntarios se presentaban al gerente de la negociación pidiéndole que se les permitiera hacer algo por rescatar a aquellos infortunados seres humanos, que esperaban dentro de la mina una muerte lenta, horrible por el hambre y por la sed. Los trabajos de rescate comenzaron; pero ¡qué lentamente avanzaban! Además, ¿había la seguridad de que estuvieran con vida los mineros? ¿No recordaban todos que los burgueses, para poderse repartir mejores ganancias, no daban suficiente madera para ademar las galerías, y que precisamente aquella en que habá ocurrido la catástrofe era la peor ademada? Sin embargo, hombres de buena voluntad trabajaban, turnándose, de día y de noche. Las familias de las víctimas, en la miseria, no recibían de los burgueses-dueños de la mina-ni un puñado de maiz con qué hacer unas cuantas tortillas y un poco de atole, a pesar de que sus esposos, hermanos, hijos y padres tenían ganado su salario de varias semanas de trabajo.
Cuarenta y ocho horas hacía que había ocurrido la catástrofe. El sol, afuera, alumbraba la desolación de las familias de los mineros, mientras en las entrañas de la tierra, en las tinieblas, llegaba a su último acto la horrible tragedia. Enloquecidos por la sed, poseídos de salvaje desesperación, los mineros de cerebro más débil golpeaban furiosamente con sus picos la dura roca, por algunos para no levantarse más. Pedro pensaba.... Qué dichoso sería Juan en aquellos momentos, libre como todo hombre que tiene una arma en sus manos, lo es; satisfecho, como todo hombre que tiene una idea grande y lucha por ella, lo está. El, Juan, estaría en aquellos momentos batiéndose contra los soldados de la Autoridad, del Capital y del Clero, precisamente contra los verdugos que, por no disminuir sus ganancias, eran los culpables de estar él sepultado en vida. Entonces se acordaba de las pláticas de Juan, que tan aburridas le parecieron siempre, pero que ahora les daba todo el valor que tenían. Recordaba cómo un día Juan, mientras éste liaba un cigarrillo, le habló del número asombroso de víctimas que la industria arroja cada año en todos los países, esforzándose por demostrarle que mueren más seres humanos en virtud de descarrilamientos, de naufragios, de incendios, de desprendimientos en las minas, de infinidad de accidentes en el trabajo que en la revolución más sangrienta, sin contrar conlos millares y millares de personas que mueren de anemia, de exceso de trabajo, de mala alimentación, de enfermedades contraídas por las malas condiciones higiénicas de las habitaciones de la gente pobre y de las fábricas, talleres, fundiciones, minas y demás establecimientos de explotación. Y recordaba, también, Pedro, con qué desprecio había oído a Juan esa vez, y con qué brutalidad le había rechazado cuando el propagandista le había aconsejado que enviase su óbolo, cualquier cantidad que fuese, a la Junta revolucionaria que trabajaba por la libertad económica, política y social de la clase trabajadora. Recordaba que había dicho a Juan: "Yo no soy tan.... tarugo de dar mi dinero; ¡mejor me lo emborracho!" Y algo parecido al remordimiento le torturaba el corazón; y en la angustia del momento, con la lucidez que a veces viene en los instantes críticos, pensaba que hubiera sido preferible morir defendiendo a su clase, que sufrir aquella muerte obscura, odiosa, para hacer vivir a la bribona burguesía. Se imaginaba a Juan pecho en tierra, rechanzando las cargas de los esbirros de la tiranía; se lo imaginaba radiante de alegría y de entusiasmo, llevando en sus puños la bendita enseña de los oprimidos, la bandera roja, o bien magnífico, hermoso, la caballera flotando al aire, en medio del combate, arrojando bombas de dinamita contra las trincheras enemigas, o lo veía al frente de algunos valientes llegar a una hacienda y decir a los peones: "Tomadlo todo y trabajad por vuestra cuenta, como seres humanos y no como bestias de carga!" Y el pobre Pedro deseaba aquella vida de Juan, que ahora comprendía era fecunda; pero era demasiado tarde ya. Aunque con un resto de vida, estaba muerto para el mundo......
Quince días han pasado desde la fecha de la catástrofe en la mina. Desalentados los rescatadores, abandonaron la tarea de salvamento. Los deudos de los mineros muertos habían tenido que salir del campo porque no pudieron pagar los alquileres de sus casitas. Algunas de las hijas, hermanas y aun viudas vendían besos en las tabernas por un pedazo de pan.... El hijo mayor de Pedro se encontraba en la cárcel por haber tomado unas tablas del patio de la negociación para caldear un poco el cuartucho en que se encontraba tirada, en el suelo, su madre enferma, como resultado del golpe moral que había sufrido. Todos los deudos habían ocurrido a la oficina a pedir los alcances de los suyos; pero no recibieron ni un centavo. Se les hicieron las cuentas del Gran Capitán, y resultó que los muertos salieron deudores, y como las pobres familias no tuvieron con qué pagar las rentas de sus casitas, un hermoso día, pues la naturaleza es indiferente a las miserias humanas, en que el sol quebraba sus rayos en el cercano estanque y las aves, libres de amos, trabajaban por su cuenta persiguiendo insectos para ellas y para sus polluelos nada más; un bello día un representante de la Autoidad, vestido de negro como un buitre, y acompañado de algunos polizontes armados, anduvo de casita en casita poniendo, en nombre de la Ley y en provecho del Capital, a todas aquellas pobres gentes en la calle.
Así es como paga el Capital a los que se sacrifican por él.
(De "Regeneración," del número 72, fechado el 13 de enero de 1912.)
¿PARA QUE SIRVE LA AUTORIDAD?
I
Inclindado sobre el arado, regando con su sudor el surco que va abriendo, trabajael peón, a la par que entona una de esas tristísimas canciones del pueblo, en las que parece condensarse, sumarse, toda la amargura que la injusticia social ha venido acumulando por siglos y siglos en el corazón de los humildes. Trabaja el peón y canta, al mismo tiempo que piensa en el jacal donde los suyos le esperan para tomar, reunidos, lo pobre cena. Su corazón se inunda de ternura pensando en sus hijitos y en su compañera, y, alzando la vista para observar la disposición del sol en aquel momento, con el fin de advinar la hora que pueda ser, percibe, a lo lejos, una ligera nubecilla de polvo, que, poco a poco, se va haciendo más grande a medida que más se acerca al lugar en que él se encuentra. Son soldados de caballería que se le aproximan y le preguntan: "¿Tú eres Juan?," y al recibir respuesta afirmativa, le dicen: "Ven con nosotros; el Gobierno te necesita." Y allá va Juan, amarrado como un criminal, camino de la ciudad, donde le aguarda el cuartel, mientras los suyos quedan en el jacal, condenados a morirse de hambre o a robar y a protituirse para no sucumbir.
¿Podría decir Juan que la Autoridad es buena para los pobres?
II
Hace tres días que Petro recorre, ansioso, las calles de la ciudad en busca de trabajo. Es buen trabajador; sus músculos son de acero; en su rostro cuadrado, de hijo del pueblo, se refleja la honradez. En vano recorre la ciudad en todos sentidos pidiendo a los señores burgueses que se tomen la "molestia" de explotar sus robustos brazos. Por todas partes se le cierran las puertas; pero Pedro es enérgico y no desmaya, y, sudoroso, con los finos dientes del hambre destrozándole el estómago, ofrece, ofrece, ofrece sus puños de hierro, con la esperanza de encontrar un amo que, "caritativamente," quiera explotarlos. Y mientras atraviesa la ciudad por la vigésima vez, piensa en los suyos que, como él, sufren hambre y le esperan ansiosos en la humilde pocilga, de la que están próximos a ser expulsados por el dueño de la casa, que no quiere esperar por más tiempo el pago de la renta. Piensa en los suyos.... y, contraído dolorosamente el corazón, con las lágrimas próximas a rodar de sus ojos, aprieta el paso, pretendiendo encontrar amos, amos, amos.... Un polizonte lo ha visto pasar, repasar y volver a pasar la calle en que está apostado "guardando el orden público," y, tomándole por el cuello, lo conduce a la más cercana estación de policía, donde lo acusa de vagancia. Mientras él sufre en la cárcel, los suyos perecen de hambre y de frío, o se prostituyen o roban para no morir de hambre. ¿Podrá decir Pedro que la Autoridad es buena para los pobres?
III
Santiago, contentísimo, se despide de su compañera. Va a pedir al dueño de la hacienda la parte que, como mediero, le corresponde de la abundante cosecha que se ha levantado. El hacendado saca libros, apuntes, notas, vales, y, despuéa de hacer sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, dice a su mediero: "Nada te debo; por lo contrario, tú me debes a mí por provisiones, ropa, leña, etc., etc." El mediero protesta, y ocurre a un juez pidiéndole justicia. El juez revisa los libros, apuntes, notas, vales, y hace sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, y condena al mediero a pagar su deuda al hacendado y a pagar las costas y gastos del juicio. La compañera, contentísima, sale a encontrar a Santiago con el hijo menor en brazos, creyendo que traerá bastante dinero, pues la cosecha ha sido espléndida; pero palidece al ver que corren abundantes lágrimas por las tostadas mejillas del noble trabajador, que llega con las manos vacías y el corazón hecho pedazos. El hacendado había hecho las cuentas del Gran Capitán, y el juez se había puesto, como siempre, del lado del fuerte. ¿Podría decir Santiago que la Autoridad es buena para los pobres?
IV
En la pequeña estancia, saturada la atmósfera de humo de petróleo y de tabaco, Martín, el inteligente agitador obrero, dirige la palabra a sus compañeros. "No es posible tolerar por más tiempo la inicua explotación de que somos objeto-dice Martín echando hacia atrás le cabeza melenuda y bella como la de un león.- Trabajamos doce, catorce y hasta dieciséis horas por unos cuantos centavos; se nos multa con cualquier pretexto para mermar más aún nuestro salario de hambre; se nos humilla, prohibiéndosenos que demos albergue en nuestras miserables viviendas a nuestros amigos o a nuestros parientes, o a quien se nos dé la gana; se nos prohibe la lectura de periódicos que tienden a despertarnos y a educarnos. No permitamos más humillaciones, compañeros; declarémonos en huelga, pidiendo aumento de salario y disminución de horas de trabajo, así como que se respeten las garantías que la Constitución nos concede." Una salva de aplausos recibe las palabras del orador; se vota por la huelga; pero, al día siguiente, la población obrera sabe que Martín fué arrestado al llegar a su casa, y que hay orden de aprehensión contra algunos de los más inteligentes de los obreros. El pánico cunde, la masa obrera se resigna, vuelve a deslomarse y a ser objeto de humillaciones. ¿Podría decir Martín que la Autoridad es buena para los pobres?
V
Desde antes de rayar el alba, y está Epifania en pie, colocando cuidadosamente, en un gran cesto, coles, lechugas, tomates, chile verde, cebollas, que recoge de su pequeño huerto, y, con la carga a cuestas, llega al mercado de la ciudad a realizar su humilde mercancía, concuyo producto podrá comprar la medicina que necesita el viejo padre y el pan de que tienen necesidad sus pequeños hermanos. Antes de que Epifania venda dos manojos de cebollas, se presenta el recaudador de las contribuciones exigiendo el pago en nombre del Gobierno, que necesita dinero para pagar ministros, diputados, senadores, jueces, gendarmes, soldados, empleados, gobernadores, jefes políticos y carceleros. Epifania no puede hacer el pago y su humilde mercancía es embargada por el Gobierno, sin que el llanto ni las razones de la pobre mujer logren ablandar el corazón del funcionario público. ¿Podría decir Epifania que la Autoridad es buena para los pobres?
VI
¿Para qué sirve, pues, la Autoridad? Para hacer respetar la ley que, escrita por los ricos o por hombres instruídos, que están al servicio de los ricos, tiene por objeto garantizarles la tranquila posesión de las riquezas y la explotación del trabajo del hombre. En otras palabras: la Autoridad es el gendarme del Capital, y este gendarme no está pagado por el Capital, sino por los pobres.
Para acabar con la Autoridad debemos comenzar por acabar con el Capital. Tomemos posesión de la tierra, de la maquinaria de producción y de los medios de transportación. Organicemos el trabajo yel consumo en común, estableciendo que todo sea de la propiedad de todos, y entonces no habrá ya necesidad de pagar funcionarios que cuiden el capital retenido en unas cuantas manos, pues cada hombre y cada mujer serán, a la vez, productores y vigilantes de la riqueza social.
Mexicanos:
Vuestro porvenir está en vuestras manos. Hoy que el principio de Autoridad ha perdido su fuerza por la rebeldía popular, es el momento más oportuno para poner las manos sobre la ley y hacerla pedazos; para poner las manos sobre la propiedad individual, haciéndola propiedad de todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la República Mexicana.
No permitamo, por lo tanto, que se haga fuerte un Gobierno. ¡A expropiar sin tardanza! Y si por desgracia sube algún otro individuo a la Presidencia de la República, ¡guerra contra él y los suyos!, para impedir que se haga fuerte, y, mientras tanto, a continuar la expropación.
(De "Regeneración," del número 83, fechado el 30 de marzo de 1912.)
¡VIVA TIERRA Y LIBERTAD!
Ricardo Flores Magon
Muere la tarde vulgarmente. El sol, perezoso, no quiso esta vez desparramar su cabellera de oro por todos los ámbitos del horizonte, como disgustado de la pequeñez de los hombres, que por pequeñeces se matan, por pequeñeces sufren y con pequeñeces gozan, como pobres gusanos.
Por la carretera polvorienta, y polvoriento él mismo, marcha un hombre de edad madura. Larga ha de haber sido la jornada, a juzgar por la fatiga retratada en su rostro y el penoso andar. A cuestas lleva una ligera mochila, con una camisa, de manta tal vez, y unos raídos calzoncillos. Es un soldado orozquistacientífico-vazquista, que vuelve a su hogar.
El hombre camina, camina, camina contemplando las llanadas pobladas de hombres y mujeres afanados en la eterna labor, vistiendo humildísimos vestidos, la tristeza y la desperación asomándose a sus rostros tostados por el sol. Esas gentes trabajan lo mismo, visten lo mismo, tienen el mismo aspecto que antes de la revolución.
El revolucionario se detiene a contemplar el cuadro y se pregunta: "Para qué se hizo la revolución?"
Y continúa su marcha hacia la aldea en que se encuentran los suyos, donde deben esperarlo con ansia, después de la larga ausencia, la compañera y los hijos.
La carretera, a poco, va sumiéndose en la sombra. A su lado pasa un grupo de obreros que marchan hacia sus jacales con el mismo aire de fastidio, de cansancio y aun de cólera que pudo observar en ellos
antes de marcharse a la guerra, por lo que deduce que sufren lo mismo, que son igualmente desgraciados.
El revolucionario envuelve en una mirada al grupo, y se pregunta: "¿Para qué se hizo la revolución?"
Y continúa su marcha hacia la aldea en que se encuentran los suyos; donde deben esperarlo con ansia, después de la larga ausencia, la compañera y los hijos.
El ladrido de los perros denuncia la proximidad de la aldea, enteramente sumergida en las tinieblas. El viento llora entre el ramaje de los fresnos que bordean el camino. Nuestro viajero camina, camina, camina pensando en los suyos....
Al día siguiente el revolucionario tiene que echarse al surco, como cualquier hijo de vecino, para ganar de 25 a 50 centavos diarios; pues si bien Vázquez Gómez ya está sentado en la silla presidencial, los desgraciados siguen siendo desgraciados, los pobres sigen siendo humillados por el rico y por la Autoridad.
El revolucionario reflexiona y se pregunta: "¿Para qué se hizo la revolución?"
Rendido de cansancio, vuelve a su jacal, adonde había llegado la noche anterior. Una olla de frijoles es la cena, con unas cuantas tortillas. El perro bostezca cerca de la lumbre; los grillos cantan sus amores en las rendijas; los niños duermen casi desnudos.
-¿Quiénes ganaron?, pregunta la compañera, que hasta entonces, alegre por haber vuelto a estrechar entre sus brazos al compañero ausente, no había tenido tiempo de hacer semejante pregunta. Después de algunos instantes de reflexión, dice el revolucionario;
-Pues nosotros.
-Pero es que no traes centavo encima.
-Pues, como quiera que sea, nosotros ganamos; echamos abajo a Madero.
-Pero nosotros quedamos abajo, "como siempre,"
-dice la mujer.
El revolucionario se rasca la cabeza, no sabiendo qué decir, e interiormente se pregunta: "¿Para qué se hizo la revolución?"
-Cuando te afiliaste a la revolución, llevabas algunos centavos en los bolsillos, una buena carabina, parque, buena ropa, y ahora no traes nada; ¿cómo está éso de que tú eres de los que ganaron?, pregunta la mujer.
El revolucionario se rasca la cabeza; no sabe qué responder; él sabe que sus jefes tienen buenos empleos, que Vázquez Gómez es Presidente; pero para él, así como para todos los que lucharon como soldados rasos, nada ha habido, a no ser el pago de unos cuantos pesos por el arma, que no le alcanzaron ni para llegar a su hogar. Y entonces, al acordarse con amargura de los días de prueba, pasados en la montaña; de las fatigas de una larga y desigual campaña; del sacrificio de tantas vidas; del hambre y de la desnudez de los suyos durante su ausencia, siente un estorbo en la garganta, al mismo tiempo que se hace, silenciosamente, esta pregunta: "¿Para qué se hizo la revolución?"
-¿Para qué se hizo la revolución?, pregunta la mujer.
Y el revolucionario, sorprendido de que la mujer piense lo mismo que él, no puede contener por más tiempo la indignación que veníase fermentado en su pecho, y exclama:
-¡La revolución se ha hecho para los "vivos," para los que quieren ser gobernantes, para los que quieren vivir del trabajo ajeno! Nos emperramos en no querer oír a los anarquistas de REGENERACION, que en todos los tonos nos aconsejaban que no siguiéramos a los jefes, que tomáraos posesión de la tierra, de las aguas, de los montes, de las minas, de las fábricas, de los talleres, de los medios de transportación, y que de todo eso hiciéramos propiedad común para todos los habitantes de la República Mexicana, y que en común consumiésemos lo que se produjera. Nos dijeron esos hombres que luchar por encumbrar individuos es tarea criminal. No quisimos oirles, porque eran pobres, porque eran de nuestra clase, y, como luego se dice, en el pecado llevamos la penitencia. ¡Merecido lo tenimos, por animales! Nuestro jefes se están dando la gran vida en estos momentos, mientras nosotros, la carne de cañon, los que de veras luchamos, los que mostramos nuestro pecho al enemigo, somos, ahora, más desgraciados que antes.
Juan oye el toque del clarín, que llama a renuión; se restrega los ojos.... ¡Había sido un mal sueño! Coge su fusil, se felicita de luchar en las filas de los libertarios de la bandera roja, y grita con estentórea voz: ¡Viva Tierra y Libertad!
(De "Regeneración," del número 87, fechado el 27 de abril de 1912.)
EL SUENO DE PEDRO
Sentado en el umbral de la puerta de la humilde vivienda, Pedro, el recio y animoso jornalero, piensa, piensa, piensa. Acaba de leer REGENERACION, que un obrero delgado, nervioso, de mirar inteligente, le había regalado ayer cuando se retiraba a su domicilio. Nunca había leído ese periódico, aunque había oído hablar de él, a veces con desprecio o con cólera, otras con entusiasmo.
Sentado en el umbral de la puerta, Pedro piensa, piensa, piensa, y dentro de su cráneo rueda, hasta hacerlo sentir malestar físico, esta simple pregunta: ¿cómo será posible vivir sin gobierno?
Todo, todo lo acepta Pedro, menos eso de que se pueda vivir sin gobierno, y, sintiendo arder su cabeza, se levanta y echa a andar sin rumbo fijo, mientras dentro de su cráneo rueda la pregunta torturadora: ¿cómo será posible vivir sin gobierno?
Son las ocho de la mañana del último día del mis de abril. Las rosas abren sus pétalos para que los bese el sol; las gallinas, atareadas, escarban la tierra en busca de lombrices, mientras los gallos, galantísimos, arrastran elegantemente el ala alrededor de ellas, requiriéndolas de amores.
Pedro camina, camina, camina. Las palmas mecen sus penachos bajo el cielo luminoso; las golondrinas acarrean lodo para fabricar sus nidos; Pedro se encuentra en pleno campo; los ganados pacen tranquilamente, sin necesidad de un gendarme que los apalee; las liebres juguetean sin necesidad de legisladores que las hagan felices por medio de leyes; los gorriones gozan la dicha de vivir, sin que haya, entre ellos, alguno que diga: "yo mando; ¡obedecedme!" Pedro experimenta la sensación del que se encuentra libre de un gran peso, y exclama: "¡Sí, sí es posible vivir sin gobierno."
El espectáculo de la vida animal le ha dado la respuesta, y la pregunta ha dejado de dar tumbos dentro de las paredes de su cráneo. Esos rebaños que tiene a la vista no necesitan gobierno para poder vivir. No existiendo entre ellos la propiedad individual, no se necesita de alguien que cuide esa propiedad de los ataques de los que nada poseen. Poseen, en común, la bella pradera y el cristalino aguaje, y cuando el sol lanza con furia sus rayos, participan, en común, de la sombra que proyectan los árboles. Sin gobierno, esos dignos animales no se hacen pedazos unos a los otros, ni necesitan de jueces, ni de carceleros, ni de verdugos ni de esbirros. No existiendo entre ellos la propiedad privada, no hay esa competencia espantosa, esa guerra cruel de una clase contra otra, de un individuo contra otro, que debilita el sentimiento de solidaridad, tan poderoso entre animales de la misma especie.
Pedro respira a pulmones plenos; un vasto horizonte se abe frente a él al derrumbarse, ante su inteligencia, el negro andamiaje de preocupaciones, de prejuicios, de atavismos que la sociedad burguesa tiene cuidado en fomentar para seguir existiendo. A Pedro se le había enseñando que es indispensable que haya amos y sirvientes, ricos y pobres, gobernantes y gobernados. Ahora todo lo comprende: los que están interesados en que siga existiendo el actual sistema político, económico y social, son los que se empeñan en enseñar que debe existir la desiguladad política, económica y social entre los seres humanos.
Pedro piensa, piensa, piensa. Los coyotes, los lobos, los patos, los caballos salvajes, los búfalos, los elefantes, las hormigas, los gorriones, las golondrinas, las palomas y casi todos los animales viven en sociedad, y esa sociedad está basada en la solidaridad practicada en un grado que la pobre especie humana no ha alcanzado aún, a pesar de las conquistas hechas por la ciencia, siendo la causa de esta verdadera desgracia humana, el derecho de propiedad individual que permite a los más fuertes, a los más inteligentes, a los más malos, acaparar, para su exclusivo provecho, las fuentes naturales de riqueza y los productos del trabajo humano, dejando a los demás sin participación en la herencia social, y sujetos a trabajar por un mendrugo cuando tienen derecho a tomar todo lo que necestien.
El sol de mediodía cae a plomo, y Pedro se refugia bajo el follaje de un árbol, quedándose dormido. Los insectos vuelan y revuelvan sobre él, como joyas escapadas de las tiendas, ansiosas de brillar al sol.
Pedro duerme y sueña. Se sueña en un amplio campo, donde se encuentran miles de compañeros trabajando la tierra, mientras de sus gargantas brotan las notas triunfales de un himno al Trabajo y a la Libertad. Nunca, ningún músico concibió melodía de tal naturaleza. ¡Como que nadie, hasta entonces, habíase sentido libre y dichoso de vivir! Pedro trabaja y canta como los demás, y al cabo de unas dos horas, que para él poblado, donde sonríen, rodeadas de jardinillos, lindas casitas, en las que nada falta para hacer la vida agradable y bella. Todas ellas tienen llave de agua fría y de agua caliente, bujías eléctronicas, estufas eléctricas, baño, lavabos, muebles confortables, cortinas, alfombras, piano, despensa repleta de provisiones. Pedro, como todos, tiene también su casita, y es dichoso con su compañera y sus hijitos. Ya nadie trabaja a salario. Todos son dueños de todo. Los que tienen afición por los trabajos agrícolas están unidos y desempeñan las labores del campo; los que tienen aficición por los trabajos de la fábrica se han unido como sus hermanos del campo, y todas las industrias, en fin, se ponen de acuerdo para producir, según las necesidades de la comunidad, poniendo los productos de todas las industrias en un vasto almacén, al que tiene libre entrada toda aquella población laboriosa. Cada quien toma lo que necesita, pues hay abundancia de todo. Por las calles no se ve un mendigo ni una prostituta, porque todos tienen satisfechas sus necesidades. En los trabajos no se ve ni un anciano, pues trabajarron cuando eran aptos, y ahora viven, tranquilos, del trabajo de los fuertes, esperando una muerte tranquila, rodeados de afectos verdaderamente sinceros; los impedidos gozan del mismo privilegio que los ancianos.
Para llegar a este resulado, los habitantes de esta región comenzaron por desconocer toda autoridad, al mismo tiempo que declararon propiedad común la tierra ly la maquinaria de producción, teniendo al frente una estadística de las existencias que había en los almacenes de la burguesía, y que se encontraban ahora a disposición de todos enun vasto almacén.
Muchas industrias innecesarias fueron suprimidas pues ya no se trataba de especular, y los brazos que antes las movían, así como los brazos de los gendarmes, de los soldados, de los empleados de oficinas públicas y privadas aliviaron, con su contingente, el trabajo, que antes pesaba sólo sobre los obreros. Ya no había parásitos de ninguna clase, pues todos y cada uno de los habitantes eran, a la vez, productores y vigilantes, porque eran, a la vez, trabajadores y propietarios. ¿Para qué era necesario el gobierno? ¿Qué ella se sentía propietaría? Nadie podía allí ser más que otro. Cada quien producía según sus fuerzas e inteligencia, y cada quien consumía hasta llenar todas sus necesidades. ¿Qué necesidad había de acaparar? Esa sería una tarea estúpida.
Pedro se siente dichoso, y sonrié mientras duerme. Las mariposas pasan a su lado, como si fueran parte de su sueño ........................................................................................................................................................................................................
De pronto siente Pedro un agudo dolor en la cabeza, y despierta sobresaltado. Es un gendarme, un representante de la señora Autoridad, sin la cual creen las gentes tímidas que no se puede vivir. El esbirro acaba de despertar de un puntapié en la cabeza al recio y animoso jornalero, a quien depóticamente ordena que vaya a dormir a su casa, o, de lo contrario, lo llevará a la cárcel por vago. ¡Vago, cuando la víspera le dijo el patrón que no tendría trabajo hasta dos días después!
Pedro se estremece de indignación; vuelve la espalda al esbirro, y se marcha. En su rostro se refleja una resolución suprema. Llega a su casa; besa a sus hijitos y, emocionado, se despide de su compañera y emprende la marcha hacia donde los valientes se baten al grito de ¡Viva Tierra y Libertad!
POR TIERRA Y LIBERTAD
Pedro era un inconsciente; desde la edad de siete años comenzó a trabajar. Su padre era peón de una hacienda del Estado de Michoacán, cuyo salario no pasaba de veinticinco centavos diarios por trabajar de sol a sol. La familia no podía vivir con aquel miserable jornal; la manta era cada vez más cara; los artículos de primera necesidad alcanzaban precios de plaza sitiada, y la deuda del peón con el dueño de la hacienda crecía, crecía.....
Un día el peón llevó a Pedro al trabajo. Era indispensable que el chico trabajase para aumentar, siquiera con un puñado más de maíz, el cotidiano atole y las obligadas tortillas. De allí para adelante, Pedro debía ganar su sustento con el sudor de su rostro.
Pedro llegó a la edad de hombre, y llegó también, como su padre, a ganar veinticinco centavos diarios trabajando de sol a sol; pero si la vida era cara cuando su padre lo inició en el trabajo, lo era más actualmente; las levas eran más actualmente; las levas eran más frecuentes; la ley fuga había alcanzado su máximum de aplicación; las "fatigas" -servicio personal gratuito a la Autoridad-menudeaban más y más, y, para colmo de desdichas, según la costumbre tradicional, sobre sus pobres lomos hacía caído la deuda de su padre, agravando la propia. En busca de mejor fortuna, Pedro se vino a los Estados Unidos, encontrando trabajo en una sección de ferrocarril. Un día cayó en sus manos un ejemplar de REGENERACION, que algún propagandista viajero había dejado en la sección. Pedro leyó el periódico y sintió que algo se derrumbaba en lo más profundo de su sér. El había aprendido a respetar a sus patrones como si fueran suspadres; en su sencillez creía que, si no hubiera ricos, los pobres no tendrían qué comer. Respetaba al Gobierno, a pesar de lo mal que lo había tratado en México; consideraba al sacerdote como un representante de Dios sobre la tierra. En suma: el pobre Pedro era un reaccionario de tomo y lomo.
Sentado en un cajón vació que le servía de silla, Pedro leyó REGENERACION aquella vez, a la luz de una vieja lámpara de petróleo, y, mientras leía el periódico, un nudo le subía a la garganta....y sintió que algo se derrumbaba en lo más profundo de su sér, y que un horizonte más amplio se extendía ante su vida. Antes, Pedro se sentía desgraciado; pero creía que era lo más natural el sufrir en este mundo, al menos así lo aseguraba el cura. Ahora se daba cuenta de las engañifas de los señores de sotana para tener apaciguados a los esclavos, y su corazón latía con violencia. Con los puños crispados, decía: "Iré a México y no dejaré con vida a uno solo de estos pajarracos." Recordaba entonces los semones del cura de su aldea cuando éste, fingiendo amor y cardidad, decía a voz en cuello: "Tened paciencia, hijos míos, que Dios os premiará en la otra vida; respetad y amad a vuestros patrones, como si fueran vuestros segundos padres; conformaos con vuestra pobreza; no envidiéis los bienes de los ricos, porque esos bienes les han sido dados por Dios misericordioso para que os den trabajo y no os falte el pan; respetad al Gobierno, que él es el encargado de velar por la seguridad de los bienes y de las personas, de dar las leyes, de castigar el crimen y premiar la virtud...."
"¡Ah, si antes hubiera yo leído REGENERACION!," decía Pedro, y en la pocilga esueta resonoba su voz como en el fondo de una caverna: "si antes hubiera leído REGENERACION, otra cosa habría sido de mí y de los míos."
El viento se filtraba por las rendijas del tugurio, gimiendo como si llevase los lamentos de los esclavos que nacen, viven y mueren, sin conocer otra cosa de la vida, que la miseria y el dolor. A lo lejos aullabaun perro; un pájaro nocturno hacía más triste el luto de la noche con su cano fúnebre.
Pedro continuaba leyendo, y, mientras leía en su mente acariciaba una idea: comprar un rifle; y apartando por momentos la vista de las apretadas líneas del periódico, pensaba, pensaba, pensaba. No era viejo; no tenía más que veinticinco años de edad; pero él creía haber perdido mucho tiempo para la lucha por el ideal. "¡No dejaré un burgués con vida tan pronto como pise territorio mexicano!," gritó con ardor, y su voz vibró como un clarín llamando a combate a los esclavos decididos a ser hombres.
El viento sollazaba en las rendijas del cuchitril, como si fuera el rumor del llanto, y de los suspiros, y de las quejas, y de los ayes de los hombres, de las mujeres, de los ancianos y de los niños proletarios que nacen, viven y mueren sin conocer otra cosa que la miseria y el dolor.... Afuera, los hilos telegráficos, sacudidos por el viento, lanzaban notas quejumbrosas. Un gallo cantó a lo lejos; una pareja de gatos denunciaba, en las sombras, sus ruidosos amores.
Pedro continuaba leyendo, y pensaba, pensaba, pensaba. "¡Tendré una bala para cada representante de la Autoridad tan pronto como esté en México!," gritó, y su voz resonó como el estallido de la metralla en las trincheras del enemigo....
Poco tiempo después de esta noch, en que el cerebro de un hombre se iluminó con una luz nueva, un destacamento carrancista se rebeló contra la autoridad de Venustiano Carranza, desconociendo Gobierno, Capital y Clero.
Sucedió que Pedro, convertido en apóstol de la Buena Nueva, marchó hacia territorio dominado por el carrancismo, se presentó enun campamento carrancista y sentó plaza de soldado. Una vez entre aquellos rebledes dió rienda suelta a sus pensamientos generosos. "Hermanos, decía, ¿por qué hemos de echarnos encima el yugo de otro Gobierno?" Y proseguía: "Ya que tenemos las armas en las manos, acabemos de una vez con el principio de Autoridad, con el Capital y con el Clero." Entonces, sacando de su bolsillo un librito rojo, lo leía a sus compañeros de armas, ya que no de ideales. Era el Manifesto del 23 de septiembre de 1911. Los rebeldes escuchaban al apóstol, y la opinión se iba generalizando, de que, si se quiere que la revolución dé buen fruto, es preciso que el pueblo, durante la misma, esto es, durante la lucha armada, tome posesión de la tierra, de la maquinaria y de los medios de transportación; pues si espera a que un Gobierno haga feliz al pueblo, eso nunca se conseguirá porque el Gobierno no tiene otra misión que la dar protección a los ricos, con perjuicio de los pobres. Y los rebeldes carrancistas pensaban, pensaban, pensaban. Uno se acordaba de cómo una vez que los obreros de su distrito se declararon en huelga solicitando unos cuantos centavos más de salario y un menor número de horas de trabajo, el Gobierno envió tropas para ametrallarlos y hacerlos reanudar sus labores en las mismas condiciones de antes. Otro trajo a su memoria la suerte de Juan, en su pueblo, que fué sacado de su jacal a altas horas de la noche por la Acordaba, y acribillado a balazos, como un perro, a la vuelta de un camino, por no haber permitido que el dueño de la hacienda saciara sus apetitos carnales en la persona de la compañera de su vida. Otro más recordaba al pobre Santiago, el vaquero cargado de familia, que fué enviado a la filas y murió de malaria en la Tierra Caliente porque no permitió que el patrón le robase su salario. Cada uno de aquellos rebeldes tenía más de un recuerdo de cómo la Autoridad protege al rico con perjuicio del pobre, y en cada uno de aquellos pechos, endurecidos por las privaciones y el sufrimiento, ardía un fuego de vanganza. "¡No queremos más gobierno!," gritaron, y su grito repercutió en los cantiles de la sierra como un trueno. "¡Muera el Capital; muera el Clero!," repitieron, y las voces formidables rodaron por las cañadas hasta perderse en la llanura.
Los oficiales se apercibieron del motín y acudieron en tropel a imponer el orden. Unos cuantos disparos dieron fin a esos oficiales, y los nuevos libertarios, con la bandera roja en alto y enardeciendo el ambiente con las notas heroicas de "El Hijo del Pueblo," emprendieron la marcha hacia la conquista de Tierra y Libertad.
(De "Regeneración," del número 175, fechado el 7 de febrero de 1914.)
¿PARA QUE SIRVE LA AUTORIDAD?
Ricardo Flores Magon
Aquel día Juanito y Luisita, los hijos de Rosa, no pudieron dejar la cama: la fiebre los devoraba. Rosa se retorcía los brazos de desesperación ante el dolor de aquellos pedazos de su carne. Hacía tres semanas que la habían despedido de la fábrica: hay sobra de brazos on el mercado del trabajo. En vano rascaba el fondo de los cajones y removía trebejos y cachivaches: ni un centavo en los primeros, nada de valor en los últimos. Y en la mesa no había un pedazo de pan ni una taza de café, y los niños, enrojecidos por la fiebre, agitaban sus bracitos fuera de las sábanas en solicitud de alimento. La puerta se abrió bruscamente, y unos individuos vestidos de negro, con legajos de papeles debajo del brazo, penetraron en la estancia sin ceremonia de ninguna clase: eran el notario y sus escribientes, y ayudantes que iban a cumplir los mandatos de la ley. Rosa no había pagado al burgués el alquiler del cuchitril por estar on la miseria, y los representantes de la Autoridad iban a ponerla en medio de la calle.... ¿Qué contestaría Rosa si se la preguntase si la Autoridad es buena para los pobres?
En medio del trajíin y de la confusión de la calle de los negocios, un burgués, de repente, agita los brazos y grita: Ladrón! Ladrón! De un ojal del chaleco oscila una cadena sin reloj. La gente se arremolina; los representantes de ]a Autoridad, bastón en mano, se abren paso entre la muchedumbre; pero ¿dónde está el ladrón? Todos los que se encuentran cerca del burgués están vestidos con elegancia. Pedro, después de buscar inútilmente trabajo toda la mañana acierta a pasar por el lugar del robo, se acerca a la multitud tratando de inquirir el porqué de tanta excitación y en esas diligencias estaba cuando siente que una mano vigorosa lo agarra del cuello, y una voz altanera le grita: "¡Acompáñame, ladrón!" Es un policía. ¿Pudiera decir Pedro que la Autoridad es buena para los pobres?
José se siente fatigado. Ha caminado todo el día dirigiéndose a la ciudad en busca de trabajo. Rendido, se sienta en la banca de tin parque. Al poner en reposo sus miembros, se queda dormido. Una violenta sacudida lo despierta: es un representante de la Autoridad, que le reconviene por el "delito" de quedarse dormido. José presenta sus excusas lo mejor que puede, y el funcionario policíaco le ordena salir del parque. José camina, camina hasta que, rendido, se sienta a la orilla de la banqueta de una calle apartada, quedandose nuevamente dormido y sufriendo, por segunda vez, una sacudida con la que le da la bienvenida un representante de la Autoridad, quien le ordena ponerse en pie y marcharse. José explica su situación al polizonte: hace tres meses que no trabaja porque hay abundancia de esclavos, y ha sido necesario para el caminar de lugar en lugar en busca de un burgués que lo explote. El representante de ]a Autoridad le dice que sólo los holgazanes no encuentran trabajo; le encadena las manos y lo conduce a la cárcel, donde se le pondrá a trabajar en beneficio de la Autoridad. Entretanto los viejos padres de José, y su familia, languidecen de hambre en el pueblo de donde salió. ¿Podrá decir José que la Autoridad es buena para los pobres?
Un tranvía le troza las dos piernas a Simón cuando éste se encaminaba al lugar del trabajo. Simón arregla con un abogado el pagarle tanto más cuanto si logra que la companía le indemnice los perjuicios sufridos. La indemnización que debiera recibir Simón es crecida; pero los abogados de la compañía se ponen de acuerdo con el abogado de Simón y los polizontes que presenciaron el caso, para dejar a la víctima sin parte, y repartirse, entre ellos, el dinero. Simón y la familia de Simón tendrán que vivir de la mendicidad y de la prostitución so pena de perecer. ¿Pensará Simón que la Autoridad es buena para los pobres?
La vida de la hacienda es insufrible para Lucas y su familia. El amo quiere robarle el afecto de su compañera; el hijo del amo quiere estuprar a su hija, los mayordomos son muy insolentes; el salario que se gana es de hambre. Lucas decide marcharse con su familia; pero hay que hacerlo a escondidas del amo, que, como es sabido, es señor de vidas y haciendas. Se efectúa la marcha; pero para caer entonces en las garras de la Autoridad, avisada por el amo de la "fuga" de los esclavos. Las mujeres son devueltas a la hacienda, donde quedan a merced de los apetitos del amo y del hijo del amo, mientras a Simón se le envía al cuartel como hombre de "pésimos antecedentes," según la declaración del amo. ¿Pudiera decir Simón que la Autoridad es buena para los pobres?
Los caminos se han descompuesto con las lluvias torrenciales. Los burgueses necesitan que los caminos sean repuestos lo más pronto posible para que sus carros, sus automoviles, sus grandes atajos puedan transitar con facilidad. La Autoridad, entonces, echa mano de todos los varones de la clase trabajadora que hay en la comarca, y los obliga a trabajar en la reparación de puentes, en construir presas, en echar bordos, sin paga de ninguna clase, para que los burgueses puedan seguir haciendo negocio, mientras las familias proletarias se muerden los codos de hambre. ¿Podran decir esos proletarios que la Autoridad es buena para los pobres?
¿Para qué necesitamos los pobres la Autoridad? Ella nos echa al cuartel y nos convierte en soldados para que defendamos, fusil on mano, los intereses de los ricos, como ocurre on estos momentos en Cananea, en que los soldados están resguardando las propiedades de la compania para que los huelguistas no las reduzcan a escombros; ella nos hace pagar contribuciones para mantener presidentes, gobernadores, diputados, senadores, polizontes de todas marcas, empleadillos de todo género, jueces, magistrados, soldados, carceleros, verdugos, representantes diplomáticos y toda una cáfila de zánganos, que sólo sirven para oprimirnos en beneficio de la clase capitalista. Los pobres no necesitamos nada de esa polilla, y debemos zafar el hombro para que ruede por tierra el sistema burgués; y tomando desde luego posesión de la tierra de las casas, de la maquinaria, de los medios de transporte y de los comestibles y demás efectos almacenados, declarar que todo es de todos, hombres y mujeres según lo expuesto en el Manifiesto de 23 de septiembre de 1911.
¡Abajo la Autoridad, hermanos desheredados!
(De Regeneración," del número 195, fechado el 11 de julio de 1914.)
UNA MUERTE SIN GLORIA
Ricardo Flores Magon
Hacía una semana que los camaradas s se habían lanzado a la Revolución, y Pedro se sentía triste. El deseaba estar al lado de aquellos leones que, rifle en mano, se encontraban en el campo de la acción luchando por la libertad humana. Se acordaba de la última reunión que tuvieron en su casa humilde de trabajador. Había sido en la noche; el aire frío se colaba por todas las rendijas, como para refrescar aquellos ánimos exaltados. José, el rezagador de la mina, hablaba con entusiasmo. "Compañeros--dijo acariciando un vaso de vino--, a morir sin gloria aplastado por la mina para engordar al burgués, a morir en el campo de ]a acción en defensa de nuestros derechos como productores de ]a riqueza social, prefiero esto último," y, llevando a sus labios el vaso, bebió el contenido de un sorbo.
El aire tenía un quejido en cada resquicio, como si todas ]as victimas de la explotación y de la tiranía se hubieran congregado aquella noche alrededor de la casucha para hacer oír sus penas. Los coyotes aullaban melancólicos en la colina cercana, trasijados, y nerviosos. El tecolote inquietaba, con sus notas lúgubres a los pajarillos en sus nidos.
Juan, el peón ferroviario, corpulento y falto de palabras, abrazó a José y dijo: "Voy contigo," al mismo tiempo que caían de la mesa algunos platos, sacudida por la rudeza de las efusiones del peón. El gato despertó asustado; en la pieza contigua lloró un niño: ]a lámpara de petróleo bostezó un humo espeso y hediondo.
José llenó de nuevo su vaso. Todos parecían poseídos de ese ardor propio de los corazones generosos que laten por un grande ideal. El Manifiesto de 23 de septiembre de 1911, encuadernado en rojo, brillaba sobre la mesa proletaria, como un ascua. " Cuántos más vamos?," pregunto José. Todos se pusieron en pie para significar que todos estaban dispuestos a lanzarse a la lucha. Sólo Pedro permaneció sentado. Las miradas asombradas de sus camaradas se volvieron hacia el, que, con ]a frente entre ]as manos, lloraba....
"Tienes miedo, ¿eh?," dijo brutalmente Santiago,el pastor de borregas, haciendo una mueca de desprecio.
Todos veían a Pedro con lástima: la escena erasingularmente penosa. De la pared pendía un retrato de Praxedis G. Guerrero. El mártir, en actitud pensativa, miraba fijamente a aquel bello grupo de hijos del pueblo que se disponía a seguir sus huellas luminosas.
Pedro, emocionado hasta el llanto, se levantó vacilante como un borracho, a pesar de que él no había probado el vino --era temperante-- y, con voz apagada, dijo: "Yo no puedo ir con vosotros; Marta, mi compañera, se opone a que os acompañe: ella dice que tengo ]a obligación de mantener a nuestros hijos. Yo me quedo."
El frío arreciaba según avanzaba la noche, y el viento, quejumbroso, se lamentaba en cada rendija. Manuel, el obrero tabaquero, tosía, y de su pecho oprimido se escapaba un rumor parecido al del agua hirviendo en una marmita. Todos se habían sentado, menos él. Quería hablar; pero la tos ahogaba sus palabras. Por fin, exclamó: "Sí, marchemos a ]a lucha, compañeros." Tosió escupió una masa viscosa y sanguinolenta, y prosiguio: "En ]a mina morimos aplastados; en el taller nos espía la tisis; en el campo se muelen nuestros riñones; el andamio nos traiciona y nos despide al espacio; la cantera machaca nuestros huesos; la maquinaria nos mutila.... ¡todo en beneficio del burgués! ¿Por qué no, mejor, perder la vida combatiendo por nuestros derechos de productores que somos? ¿Por qué no, mejor, empuñar el rifle para arrebatar de las manos de la burguesía infame la riqueza natural y la que hemos producido nosotros mismos?"
Praxedis, desde su cuadro, presidía aquella reunión de héroes. El viento helado continuaba quejándose a través de las hendeduras. Manuel tosióy su tos pareció que provenía del fondo de un cántaro. "¿Ois?," grito; "el viento nos trae los lamentos de todos los que sufren; el llanto del niño, que quiere pan; la angustia del hijo ante sus ancianos padres, moribundos por falta de alimentos; el sufrimiento de la prostituta, forzada a vender su carne para llevar a sus hijos un mendrugo; el suspiro del presidiario, que se pudre en un rincón de su calabozo; ]a respiración fatigosa de los proletarios, que amasan, con su sudor y con su sangre, la fortuna del señor ¡Rebelemonos!" "¡A la lucha!," gritaron todos, y de aquellos pechos abnegados brotaron heroicas lss notas de La Marsellesa Anarquista:
"A la revuelta, proletarios;
"Ya brilla el día de ]a redención .....
Las nubes se teñian de rosa, como avergonzadas do haber sido sorprendidas en su lecho por el Sol. Alboreaba; el tecolote había huido, espantado por la cercanía del día, y los pajarillos cantaban alegres, dichosos por la desaparición de su verdugo; los coyotes se escondieron en sus madrigueras, y el gato, roncando en su rincón, contraía nerviosamente la piel, mortificado por ]as moscas.
Desde entonces todo fué triste para Pedro. El fué el único que se quedó. Aquel día su tristeza se había quintuplicado. Muy de mañana se levantó y se dirigió a la mina. Sentía que se le oprimía el corazón. Mi deber --pensaba-- era haber marchado con ellos. La mina puede desplomarse cualquier día y sepultarme bajo sus escombros, y entonces, ¿que? Entonces quedaría mi familia sin pan, de la misma manera que habría quedado si me hubieran matado los defensores del sistema capitalista en los campos de la accion.
La negra boca de la mina se abría a sus pies, como la de un monstruo hambriento que bosteza impaciente por su ración de carne humana. Pedro echó una mirada a su alrededor, lanzó un suspiro y bajó a su trabajo.
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Cinco horas después, unos hombres enmarañados y taciturnos depositaban, a los pies de Marta, el cuerpo machacado de Pedro. Una roca lo había aplastado como a un ratón. ¡Una muerte sin gloria!
(De "Regeneración," del numero 207, fechado el 9 de octubre de 1915.)