UNA AUTOBIOGRAFÍA IMPOSIBLE DE Élisée Reclus...
Confederación Sindical SOLIDARIDAD OBRERA*
INTRODUCCIÓN
Una autobiografía imposible y, en cierta manera, irrespetuosa... Imposible, ya que Eliseo no escribió nada autobiográfico; si bien, sus cartas, publicadas casi veinte años después de su muerte, son fundamentales para conocer cómo vivió y sintió. Irrespetuosa, en cuanto a su humildad; recordemos la petición sobre su entierro. En todo caso, redactamos y leímos el texto, que aquí reproducimos, con respeto y pasión.
El texto tiene dos partes. La primera, “autobiografía”, llega hasta el fallecimiento de su hermano Elías (febrero de 1904). La segunda se presenta como un breve relato de su sobrino y amigo Paul (hijo de Elías), de los últimos meses de su vida.
El estilo de la redacción quisimos que expresara la emoción que nos causaron sus textos y, sobre todo, la ternura y la tranquilidad de sus cartas.
Como veréis, no aportamos nada original, ni propio... más allá de un empeño: hablar de una idea bella a partir de algunos de sus detalles. Os presentamos nuestras disculpas por los errores y os pedimos ayuda para corregirlos.
Bibliografía Utilizada
El artículo de Béatrice Giblin (introducción a la selección de textos de Reclus publicada en 1982 por la editorial F. C. E., con el título “El hombre y la tierra”) ha sido nuestro eje. A partir de él (en bastantes ocasiones de manera literal) hemos redactado todo el texto, completándolo con muchas notas de los siguientes:
Correspondencia, de 1850 a 1905 (seleccionada por L. Fabri y publicada en 1943 por Eds. Imán);
Mª Teresa Vicente Mosquete: Eliseo Reclus, La Geografía de un anarquista;
Vicente Blasco Ibáñez: “Una familia de geógrafos”. Prólogo a la edición española de la Nueva Geografía Universal);
Nicolás Ortega Cantero y H. Hidalgo: artículos publicados en la edición de El Arroyo realizada por Ed. Media Vaca en 2001;
Pedro Kropotkin: prólogo a la primera edición española de La Montaña;
Revista Itineraire nº 14-15 (1998);
Daniel Hiernaux-Nicolas: “Actualidad de Eliseo Reclus para la geografía social”. Ponencia presentada al IV Encuentro de Geografía Crítica, celebrado en la Ciudad de México, 2005. (Os animamos a visitar su web: geo.izt.uam.mx/es/comunidad/hiernaux)
Otros textos que recomendamos: M. Nettlau, “Eliseo Reclus, la vida de un sabio justo y rebelde”; G. S. Dunbar, “Élisée Reclus, historian of nature”, Daniel Hiernaux-Nicolas, “La geografía como metáfora de la libertad”; I. Lacoste, “Geografías, ideologías, estrategias espaciales”.
AUTOBIOGRAFÍA
Mi familia procedía de Sainte-Foy-la-Grande, una pequeña ciudad del interior bordelés, a orillas del río Dordoña, en la Gironda, región de viñedos y también zona de asentamiento protestante desde la Reforma.
Allí nací el 15 de marzo de 1830...
Por mi padre teníamos ascendencia rural, ligada a la agricultura. Mis abuelos eran labradores de Perigord.
Por mi madre, en cambio, nuestro linaje era citadino; digamos, burgués. Mi queridísima madre descendía directamente de Enrique I, rey de Inglaterra, y de una señora irlandesa, la condesa Trigant. Pero su origen no le libró de ser pobre. En todo momento sobrellevó con la alegría de una conciencia pura las estrecheces de una vida modesta y los dolores de la maternidad.
Mi padre se llamaba Jacques Reclus (1796-1882) y era pastor calvinista. Cuando nací también ejercía de profesor del colegio protestante de Sainte Foy y había sido secretario, muy reconocido por su notable laboriosidad, su cultura y sus costumbres virtuosas, del duque de Descazes, ministro de Luis XVIII.
Mi padre tenía una personalidad fuera de lo vulgar y jamás se sujetaba a otra voluntad ajena a la suya. Por supuesto, no admitía nada y a nadie entre él y Dios. En ese camino se quería totalmente libre.
Con esta rectitud rechazó sin vacilación el cargo de presidente del Consistorio, por tratarse de un puesto remunerado por el Estado, cuando él no admitía deber algo que procediese del poder terrenal.
Así, pues, y respondiendo a la llamada de la comunidad protestante, nos marchamos de Sainte-Foy-la- Grande para instalarnos en Orthez, hacia el sur y más próximos a los Pirineos. Incluso aquí no quiso percibir retribución alguna del Estado y se mantuvo aparte de sus colegas de sacerdocio, que sí vivían en buena relación con el Gobierno.
Aún me parece escucharle: “¡Es indigno que yo cobre de la nación por mi ministerio, cuando Jesús no tenía ni una piedra propia donde reclinar la cabeza!”. Y nunca oí que en su pobreza rechazara socorrer a sus semejantes.
En fin, mi padre, el pastor Reclus, no era un hombre común y corriente, que se conformara con vivir según el mundo. Tuvo la extraña fantasía de querer vivir según su conciencia.
También le recordaré por su elocuencia. Y su talento natural para los estudios geográficos, así como la prodigiosa memoria para los lugares: ¡Cómo asombraba a los campesinos guiando su caballo por los senderos de los bosques!! Ambas cualidades nos las transmitió a todos los hijos.
Sin embargo, ese misticismo que rodeaba a mi padre hacía nuestra vida muy difícil de soportar. La atmósfera familiar a veces era irrespirable. Mi querido hermano Elías me dijo una vez, al referirse a nuestra vida cotidiana en el hogar familiar, que “nada florecía, nada era animado y alegre, pues reinaba un miedo inmenso de Dios y del Diablo”.
Sin duda, yo siempre soporté mejor que mis hermanos, en especial que Elías, el ambiente de nuestra casa. Incluso cuando mi padre me llevaba casi a rastras al templo, allí encontraba distracción mirando el techo color azul noche tachonado de oro, y dejaba vagabundear mi pensamiento muy lejos, hacia los árboles, las praderas y los riachuelos rodeados por el verdadero cielo azul.
Además: ¡cuánta libertad encontramos todos los hermanos al vivir en el campo! En un pasaje de la “Historia de un arroyo” he recordado cómo nos divertíamos dándonos aires de Robinson mientras jugábamos en un montón de tierra rodeada del agua. Como si nos encontráramos en una isla entre el Pacifico y el Atlántico, en lugar de un banco de arena abrazado por el riachuelo.
Mi madre...
Se llamaba Zéline (1805-1887). Educada en un medio burgués, bastante acomodado, tuvo que adaptarse, ¡y cómo!, a una forma de vida para la cual no había sido preparada. A pesar de su numerosa progenie, tuvo que trabajar, ya que los donativos que nos daban los feligreses de la parroquia de mi padre eran muy insuficientes e irregulares.
Querida madre... Cuánto me regocijó siempre escribirte desde la distancia y para sentirme a tu lado. ¡Qué agrado me producía tus cartas! Nunca he extrañado tu ternura, aunque sé que algunos de mis hermanos, Elías y Onésimo sobre todo, sufrieron por que no dispusieras de más tiempo para atender a cada uno de tus hijos.
¡Te admiro tanto! Y cuánto reconozco tu vocación y tu labor en la escuela. Hasta el último respiro. Ahora mismo sonrío al recordarte, ¡ya con 70 años!, estudiando la Física y al cabo de un año enseñándola a tus alumnos.
Querida madre, allí donde te encuentres, te pido disculpas por haberte convertido, sin decírtelo, en intermediaria de las comunicaciones con mi padre, a quien tan pronto dejé de escribir y tratar con confianza.
De mis hermanos y hermanas poco os voy a contar ahora. No por su merecimiento, que es elevado, cada uno en la faceta de la vida en que más desarrollaron su actividad; sí por no compararme con ellos.
Fuimos catorce. Nueve mujeres. Suzanne (1824-1844), la mayor de todos los hermanos. Elise, que falleció al poco de nacer, en 1829. Loïs (1832-1910). Marie (1834-1918). Zéline (1836-1911). Louise (1839-1917). Noémi (1841-1916). Anna (1844-1851). Johanna (1845-1937).
Y cinco hombres. Elie (1827-1904). Onésime (1837-1916). Armand (1843-1927). Paul (1847-1914). Yo fue el cuarto de todos los hermanos.
Sé que hay dudas sobre el número, pues hasta mi buen amigo Pedro Kropotkin llegó a anotar, en el prólogo a la edición española de La Montaña, que éramos doce hermanos. Lo cierto es que fuimos doce los que vivimos más tiempo.
Elie, Elías, fue respetado por todos los hermanos y casi tratado como un segundo padre. Para mí fue siempre mi mejor amigo. Se especializó en el estudio de las religiones, los mitos y la etnología. Os animo a leer sus libros, como el de Los Primitivos.
Onésimo, siete años menor que yo, con su espíritu rebelde y vagabundo, ha realizado notables aportaciones a la geografía y ha colaborado conmigo en muchas ocasiones; en especial, con la Novísima Geografía Universal.
Mi padre se esforzó en darnos una formación religiosa ortodoxa y confiaba en mí para continuar su labor en los templos. Así, en el año 1842, apenas cumplidos los doce años, me envió junto a Elías y Löis como internos a un colegio religioso de los Hermanos Moravos, en Neuwied (Alemania, cerca del Rhin). Era la única congregación que mi padre había juzgado digna de confianza.
Mi padre se equivocó totalmente acerca de la calidad de estos religiosos. Eran una especie de socialistas cristianos que se tenían por legítimos continuadores de Jesús y alcanzaban por aquellos días cierta boga entre los intelectuales.
Los tres hermanos enseguida nos sentimos disgustados por un régimen comunista infantil, en el que todo estaba reglamentado mezquinamente. Como organización estaban muy preocupados por ganar su vida, halagando a los discípulos ricos y despreciando a los más pobres.
A pesar de todo, el viaje y la estancia en el colegio nos sirvió para conocer la vida, más allá de las fronteras de Francia, y frecuentar el trato con alumnos procedentes de casi todas las naciones de Europa. Un trato que me ayudó al conocimiento de las lenguas.
Además del latín y el griego, aprendí holandés e inglés, así como nociones suficientes de alemán y español.
Este aprendizaje fue como si me abrieran una puerta el mundo. No sólo de conocimiento, también para la supervivencia, pues mi vida ha estado plagada de cambios de residencia, exilios, viajes, ante los que debía ganarme la vida (en muchas ocasiones, dando clases o traduciendo libros) y aprender de otras poblaciones lo que sólo por el idioma común es posible alcanzar.
En 1844, con catorce años, regresé a Francia y terminé mis estudios secundarios en el colegio protestante de Sainte Foy la Grande. Volvía a encontrarme con Elías (pronto nos habíamos separado en Alemania), lo que me ayudó a soportar mejor el choque, espiritual y material, que supuso el retorno al ambiente paterno y la pérdida de nuestra hermana Suzanne.
Elías, querido Elías, cuán responsable te hicieron de mi evolución espiritual. Para nuestros padres fuiste la causa de mi camino de desviación. Para mí, camino de la libertad.
No obstante, este retorno nos ofreció a los dos hermanos una oportunidad extraordinaria y de influencia futura. Conocimos, casi por casualidad, a un comerciante que, además de relatarnos las manifestaciones revolucionarias en las que había participado, nos abrió las puertas de su biblioteca. Gracias a él, leímos (¡yo tenía quince años!) a Saint-Simon, Auguste Comte, Charles Fourier, Pedro Leroux, Proudhon, Owen...
En 1848, al finalizar el bachillerato, me reuní con Elías en la Facultad de Teología de Montauban. ¿Teología? Sí, a pesar de todo no me había desprendido de toda creencia religiosa y, además, me sentía muy feliz por encontrarme cerca de Elías.
Fue una época breve, pero muy feliz para nosotros. Vivíamos con un amigo en el campo y raras veces acudíamos a los cursos. Preferíamos entregarnos a la ensoñación, leer en la terraza de la casa y pasear por la campiña.
Un buen día, Elías y yo decidimos ir a ver el Mediterráneo. A pie, a través del macizo de las Cevenas (suroeste de Francia, al norte de Nimes). Cuando descubrimos el mar, desde lo alto de la montaña de la Clapes, Elías estaba tan conmovido que me mordió el hombro hasta sangrar.
Nos escapamos... Y nos expulsaron de la facultad, donde nunca habían visto con tranquilidad nuestras ideas republicanas, que nosotros no disimulamos.
En casa las finanzas seguían siendo muy escasas y el año siguiente (1849) decidí aceptar un puesto de profesor particular en el colegio de los Hermanos Moravos en Neuwied. Por la necesidad aguanté dos años, exasperado por la rutina y la hipocresía de los religiosos.
En cambio, al partir experimenté un gran pesar, sobre todo cuando advertí que me era más querido de lo que pensaba. Había también algunos alumnos por quienes me interesaba con preferencia y en cuyos progresos hubiera deseado participar durante más tiempo. El afecto no decrecerá, pero le cubrirá el polvo, a la espera de un soplo que lo hiciera reaparecer...
En 1851 me inscribí en la Universidad de Berlín. Primero pensé en ir a Leipzig o a Halle, pero allí sólo habría encontrado pocos profesores sabios, escasos libros a mi disposición e insuficientes medios para salir de apuros. Además, mi buen amigo Geller me aconsejó Berlín.
A pesar de las indicaciones de mi padre para que siguiera los estudios de Teología, me apasioné con los cursos de Karl Ritter sobre la “Descripción de la Tierra”. Ya tenía decidido no ser pastor: aceptando la teoría de la libertad en todo y para todo, cómo podía admitir el dominio del hombre en un corazón que solamente le pertenece a Dios.
Para poder seguir los cursos y mantenerme en Berlín, di lecciones particulares en varios idiomas, pero no me libraron de padecer muchas privaciones. También rehusé un bien remunerado puesto de preceptor por exigirme renegar de mi pensamiento republicano.
En mis días por Berlín aproveché para mezclarme entre los obreros, ¡inteligentes y buenos compañeros!, y discutir con los estudiantes sobre la unidad alemana y el nacimiento de las nacionalidades.
Pero esta vida nos duró poco... A finales del año (1851), poco después de la muerte de Anna, abandoné Berlín. Viajaba a pie. En Estrasburgo se me unió Elías, y junto proseguimos nuestra caminata hasta nuestra casa en Orthez.
Con nuestro fiel perrillo Lirio, el morral a la espalda y el bastón en la mano, cual vagabundos curiosos, comiendo mal, durmiendo en los pajares o en las cunetas de los caminos, y siempre disfrutando de la magnífica naturaleza. Guardo un excelente recuerdo de esta caminata en compañía de Elías. Tres semanas desde Berlín hasta Orthez, cruzando casi toda Francia.
Al verme, mi padre comprendió que no sería el sacerdote evangélico que él soñaba.
A los pocos días de llegar, el segundo día del mes de diciembre de 1851, Napoleón III dio un golpe de Estado, proclamándose dictador. Esa misma noche nos reunimos en casa de un electo con el propósito de reagrupar fuerzas de resistencia.
Elías se mostró muy decidido. Dictó un llamado a los republicanos, muy elocuente, y propuso imprimirlo de inmediato, para repartirlo por ciudades y campiñas. Elías y sus amigos se quedaron, pero como en la noche se pide consejo a la almohada, en la mañana siguiente, a primera hora, se encontraron solos para el ataque...
Enseguida fuimos marcados los dos hermanos. El alcalde de Orthez dio orden de detener a todos los republicanos, pero con nosotros –gracias a la gran estima que le merecía mi madre- tuvo un detalle que nos libró de la prisión. Mi madre recibió un discreto aviso y logró reunir dinero, casi 500 francos, para que escapáramos hacia Inglaterra.
Este año que acababa me trajo el inicio del camino hacia las ideas libertarias y los primeros pasos de mi vocación geográfica. Por aquellos días escribí un manuscrito titulado “Desarrollo de la libertad en el mundo”, en el que decía que “la verdad es lo que nos hará libres... es la ausencia de gobierno, la anarquía, la más alta expresión del orden.”
Mi primer exilio...
Llegamos a Londres el primer día de 1852 y muy pronto comenzamos a padecer las dificultades con que tropiezan todos los exiliados. El dinero que nos dio nuestra madre escaseó pronto... ¡Y había tantos compañeros de penuria a quien ayudar!
Los ingleses tampoco nos daban a los refugiados un recibimiento caluroso. Como nos veían nos trataban. Esa es la regla suprema a la que todo extranjero debe sujetarse. Y la repugnancia de buen tono que el inglés respetable sentía contra el emigrado francés se acrecentaba por el hecho de que tal francés, según todas las probabilidades, o era republicano o era socialista.
Para salir de esta situación, cuando la miseria nos hacía ir andrajosos, acepté un empleo en Irlanda, como encargado en una hacienda, ocupado en tareas agrícolas.
Este trabajo tenía para mí una doble ventaja: vivía en el campo, en convivencia con la naturaleza, y lograba estar cerca de Elías, que se había trasladado también a Irlanda, como preceptor en una familia.
El trabajo no era complicado y me hubiera agradado llevar a cabo mejoras en sus técnicas de cultivo. La agricultura irlandesa era tan atrasada que parecíame estar en tiempos de los celtas.
Aprovechaba todo el tiempo libre para recorrer Irlanda y descubrir nuevos paisajes, remontando ríos y trepando por las colinas y los montes.
Estos viajes por el interior me permitieron conocer de cerca las duras condiciones de vida de este pueblo, extremadamente pobre y aún padeciendo las secuelas de la gran hambruna de 1847 (Mala cosecha de la patata, más de dos millones de menos de población entre emigrantes y fallecidos).
Esta experiencia me llevó a indagar y analizar los mecanismos de la dominación inglesa. La especulación y la explotación que dirigían los terratenientes ingleses me convencieron definitivamente de que la propiedad de la tierra es una de las condiciones necesarias a la libertad de los individuos. Desde aquellos días que viví en Irlanda conservo una profunda simpatía por este pueblo y un interés cercano por la “cuestión irlandesa”.
El ansia de conocer el mundo y de ver nuevos paisajes, ¡y mi pobreza!, me empujaron hasta el puerto de Liverpool, desde donde ese mismo año embarqué en un velero con destino a Nueva Orleans.
¿Cómo pagué mi pasaje? En esta ocasión, con mis servicios como cocinero. Al llegar a Nueva Orleáns trabajé en toda una serie de pequeños oficios, hasta instalarme en casa de los Fortier, dueños de una plantación, como preceptor de sus hijos.
Aprovecho todo el tiempo libre que dispongo, mucho menos del que quisiera, para viajar. Remonto el Mississippi, conozco el lago Michigan, visito la ciudad de Chicago. Estudio la sociedad sudista (La guerra civil se producirá en la década siguiente, entre 186 y 1865).
En cuanto a mi fe en Dios, este paso por los Estados Unidos marcó el final de mis lazos con el protestantismo. Hace tiempo que había rehusado ser pastor y durante mi paso por Inglaterra el espectáculo de la hipocresía del clero presbiteriano había alimentado abundantes sentimientos anticlericales.
Pero aquí me sublevé por el hecho de que los propios obispos fueran propietarios de millares de hectáreas y de buena cantidad de esclavos. Aún más cuando comprobé hasta qué punto la religión era uno de los argumentos que justificaban la sociedad esclavista y como eran utilizados los textos bíblicos para legitimarla. Afirmaban que el Evangelio sancionaba explícitamente la servidumbre. Uno de los ejemplos que más citaban era el de San Pablo devolviendo a su amo a un esclavo fugitivo...
En 1855 llevaba casi tres años en Nueva Orleáns y mi cuerpo se enervaba y se desazonaba baja esta atmósfera pesada y húmeda. Necesitaba volver a encontrar el vigor y la elasticidad en un país de montañas y torrentes. Me hacía falta caminar, ver nuevas tierras, contemplar sobre todo esas cordilleras con las que soñaba desde mi infancia y que estaban ahora tan cerca, del otro lado del Golfo de México.
Mi profesor Karl Ritter me había mostrado hace años una puerta para la geografía, pero a diferencia de él, que jamás saldría de Europa, a mí siempre me ha parecido indispensable ir sobre el terreno. Ver la tierra es estudiarla. Observar la tierra en su propio terreno y no imaginarla desde el fondo de una oficina.
Desde que estuve en Inglaterra estaba dominado por la idea de traer una nueva criatura geográfica a este mundo, en forma de libro. Ya lo intenté allí, con rotundo fracaso, con unos escritos sobre el Japón. Estaba empeñado en ir a los Andes, y poder echar un poco de tinta sobre su nieve inmaculada...
Además, existía otra razón personal para que acelerara mi deseo de partir. Me había enamorado de la señorita Fortier y: ¿cómo casarme con la hija de un propietario de plantación y, a la vez, desear la abolición de la esclavitud?
Así, pues, a finales de 1855 salí de Nueva Orleáns con destino a Nueva Granada (Colombia) . Llevaba conmigo la idea compañera de todos mis viajes: comprar un terreno e instalarme como agricultor. Una idea que en este viaje me animaba aún más, por cuanto me habían hablado de la fertilidad de las tierras vírgenes del Nuevo Mundo.
Con esta ilusión de colonizar y organizar una nueva sociedad, me instalé en Riohacha, una pequeña ciudad portuaria al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta. Aquí, más mal que bien, logré sobrevivir dando clases o trabajando como zapatero y aprendiz de ebanista, entre otros oficios.
La belleza y la fertilidad de estas tierras no me retuvieron en mi afán viajero, y seguí hacia el interior. Muchas veces solo y a pie, por regiones despobladas y sufriendo grandes privaciones. Este recorrido por América del Sur lo aproveché en estudiar de cerca la naturaleza virgen, las costumbres, sus gentes. Tenía decidido ser escritor, ser geógrafo, no en la soledad de un gabinete, sino midiendo el planeta con los pies, arrostrando los peligros de sus misterios y observando directamente la infinita variedad de los seres que lo pueblan.
En 1857 caí gravemente enfermo y sin un centavo, pues un socio con el que contaba para instalarme vació la caja y contrajo numerosas deudas. De nuevo, Elías respondió a mi penuria y me envió dinero para retornar a Francia. Me encontraba del todo desilusionado y habiendo tenido que renunciar a mi proyecto colonial.
Así, pues, el hombre de 27 años que desembarcaba en El Havre en junio de 1857 era muy diferente del joven que había salido de Liverpool casi cinco años atrás. Pero entre todos los cambios, regresaba con la firme voluntad de vivir como hombre libre y ser geógrafo.
Pero, ¿de qué manera se es geógrafo en 1857, cuando ni siquiera existe una formación universitaria apropiada?
Convencido de que los viajes son la mejor escuela, a mi regreso de América tenía mucho que contar. Estaba entusiasmado por la geografía, pero también por el periodismo, y escribir para el Journal de Géographie, el Journal Asiastique o para el Journal Statisque. O artículos de opinión social, a pesar de los peligros que siempre entraña decir la verdad.
Apenas transcurridos seis meses de mi regreso pude entregar algunos artículos a la Sociedad Geográfica de París y me encargaron la traducción de la obra de mi maestro Ritter, “La configuración de los continentes”.
La editorial Hachette, con la que he mantenido una larga relación hasta hace poco, me ofreció a principios de 1858 un contrato par redactar la colección de Guías Joanne.
Estas guías tenían por función informar a los viajeros, los “turistas”, acerca de los itinerarios posibles, las distancias y las características de una región.
Para obtener la información necesaria sólo he de hacer aquello que más me agrada: viajar. Casi siempre, a pie, cuaderno de notas en mano, observando y dibujando.
Recorrí Francia, Alemania, Suiza, Italia, España... Fueron tiempos muy felices. Escribir y viajar. Levantarse antes del amanecer o cuando las nubes comienzan a subir un poco. Caminar en medio de selvas, por sendas, con las hierbas frescas por el rocío tintando mi ropa y mi piel. Detenerme a la orilla de una fuente o bajo unas rocas para comer el pan y el queso... ¡Qué días más felices y fecundos!
Apreciaba particularmente las caminatas por las montañas. Algunos amigos insisten en que he sido un buen trepador, y que sólo los más jóvenes lograban seguir mi paso.
En fin, los viajes me permitían ser libre y haber alcanzado cierta seguridad económica. Llegué a decir que estaba “colocado”... Y el día 14 de diciembre de 1858 me casé civilmente con Clarisse Brian.
Avancemos un tiempo, no os quiero aburrir, compañeros.
Mi primer trabajo que considero literario lo conseguí publicar en 1861: “Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta”. Este libro también revitalizó en mí las ilusiones que tenía desde mi estancia por Inglaterra e Irlanda. Escribir un tratado de geografía física, para el que llevaba casi diez años recopilando material y que entonces consideraba que sería la obra de mi vida. Este libro, como os contaré más adelante, logré que se publicara en 1869.
La década de los sesenta fue un auténtico volcán en mi vida. No paré de viajar, de traducir y de escribir. Comunicaciones para la Sociedad de Geografía, conferencias, etc. En 1862, la “Guía de los Pirineos” y la “Guía del Viajero de Londres y sus alrededores”. Un texto sobre el litoral de Francia, en sucesivos artículos que aparecieron hasta 1864. El mismo año en que se publicó la introducción que realicé para el “Diccionario de las comunas en Francia”.
En 1864 y 1865 también viajé por Italia y Sicilia, del que traje sendos artículos para la Revista de los dos mundos: “Los volcanes y los seismos terrestres” y “Sicilia y la erupción del Etna, relato de un viaje”.
¿Otras publicaciones de aquellos años? Pues la “Excursión en el Delfinado” (1865), “Las playas y los fiordos” (1867), “El océano: estudios de física marítima” (1867).
Os preguntaréis, quizá, si acaso sólo me interesaba la geografía física. ¡Nada de eso! Todo lo que había observado y anotado en América nunca perdería atención para mí y me ofreció material para publicar varios artículos:
“El algodón y la crisis americana” (1862). “Los Negros americanos desde la guerra civil” (1863). “Las mujeres en América” (1863) (Este artículo fue el último que publiqué en la Revista de los dos mundos, ya que su director pretendió que lo modificara a su gusto. “Las Repúblicas de América del Sur, sus guerras y su proyecto de federación” (1866). Y en 1868 un artículo sobre el Paraguay.
¡Tenía tanto que decir y faltaba tanto por decir!
Relatar cómo camina el mundo, pues ya estaba convencido de que en lo sucesivo todo acontecimiento que se produjera en no importa qué punto del globo afectaría a poblaciones que se hallen alejadas millares de kilómetros. Este punto de vista sólo se puede conservar si se recorre y transcribe el mundo como hombre libre...
En medio de esta fiebre viajera y escritora, me llegó una oferta encantadora de la editorial Hetzel para dar una vueltecita por la literatura infantil. Fruto de este encuentro, en 1869 publicamos “La historia de un riachuelo” (Historia de un arroyo o El arroyo, en las ediciones españolas de 1870). Esta historia conoció un éxito enorme y la ciudad de París la seleccionó como ”libro de premio” para los alumnos de la escuela primaria. Para mí esta historia guarda un lugar muy especial e íntimo en mis recuerdos. La historia del infinito la hallamos contada en una gota de agua...
Y ese mismo año otra gran alegría. Conseguí, por fin, concluir el tratado de geografía física con el que venía soñando: “La Tierra, descripción de los fenómenos de la vida del globo”. Hacía quince años que había comenzado este libro, mientras soñaba con él sentado en la cima de un cerro que domina los rápidos del río Shannon, en tierras irlandesas ( Río Shannon, 357 Km, nace al norte de la República de Irlanda y desemboca en el océano Atlántico tras cruzar Dublín ). Desde entonces he tenido la suerte de ver y vivir todo lo que en él describo.
No me agradó su edición original, en dos tomos y a un precio elevado. Por ello, volví a editarla en una colección más económica, si bien no completa, pues hube de hacer algunos cortes al texto original.
Agradezco mucho la acogida y la cálida lectura que ha venido recibiendo. Por mi parte, había intentado romper los moldes de los tratados de geografía de la época, que oscilaban entre las guías, el diccionario o el atlas. Quise unir al rigor científico una exposición clara y agradable.
Pero 1869 fue un año muy duro en mi vida personal. Clarisa fallece al dar a luz, al mismo tiempo que la criatura que traía a este mundo. Mis hermanas, que vivían en Orthez, se encargan del cuidado de mis hijas Magali y Jeannie, pues yo tenía que seguir viajando, y durante largos periodos, para la editorial Hachette. A pesar de mi vida viajera, sin duda dolorosa para mis esposas e hijas, siempre me preocupó que mis hijas y, en Bruselas, mis nietas, recibieran una educación libre.
Según algunos de mis amigos, yo no he tenido afición alguna por el celibato. Al año siguiente de dejarnos Clarisse, contraje matrimonio con Fanny Lherminez, cuya familia conocimos Elías y yo durante nuestro exilio en Londres. Fanny y yo nos casamos sin formalidad alguna: simplemente nos declaramos esposos ante mis hijas, Elías y la familia Dumesnil, con quienes emparentamos a través de mi hermana Luisa, que se casó con Alfred Dumesnil.
Era mayo de 1870, y unos días después comenzó la terrible guerra franco-prusiana...
La derrota del ejército francés fue casi inmediata. Enseguida se organizaron grupos para defender la República y París. Elías y yo nos habíamos alistado como voluntarios, con el objetivo de restablecer y defender la República. (El día 2 de septiembre se rindió en Sedan. En el mes de enero de 1871 si llegó a un armisticio, tras el asedio de París. Y el día primero de marzo se firmó un acuerdo entre ambos gobiernos, por el cual Francia cedía importantes territorios, como Alsacia, y debía pagar una indemnización durante un plazo que permitía la ocupación prusiana).
En esos días conocí al fotógrafo Nadar, con quien he mantenido una profunda amistad desde entonces. Yo quería ser aeronauta y con esa intención me ofrecí por escrito a Nadar, que era el encargado de este servicio: “... He tenido el placer de inscribirme como aspirante aeróstata, en la lista del señor Rampont. Ruégole me haga saber a qué hora y dónde podría encontrarlo para recibir sus instrucciones y comenzar mis estudios. Creo que podré serle útil. A la ventaja de ser “más pesado que el aire”, uno la de ser geógrafo y un poco meteorólogo. Por otra parte, dispongo de voluntad.”
Preocupado por participar en el restablecimiento de la República, también quise presentarme a las elecciones municipales de 1871, en Sainte-Foy-la-Grande. Pero me resultó imposible presentar las acreditaciones para la candidatura. En cambio y sin mi consentimiento, incluyeron mi nombre en la lista de candidatos a la Asamblea Nacional. Afortunadamente, no fui elegido.
Los meses de enero y febrero de ese año (1871) los pasé en mi tierra natal. Me sentía muy inquieto y alarmado, al descubrir el rechazo que el campesinado y la pequeña burguesía compartían contra el proyecto republicano y las ideas socialistas. Parecían fastidiados de no tener un rey, un Bonaparte, un conde de París o un duque de Burdeos... Era necesario que en cada ciudad organizásemos un comité de defensores de la República, con un representante en cada aldea.
Entonces estalló la revolución... Volví a París en marzo, apasionado por los comienzos de la Comuna, en la que participé con ilusión.
Pero las tropas nos cercaron a los comuneros y el día 4 de abril, sin haber disparado un solo tiro, fui apresado. Cuando entramos en Versalles las turbas de burgueses, con sus damas galantes del brazo, nos recibían con todos los insultos imaginables, mientras, con las manos ligadas, desfilábamos ante ellas. Un hombre –creí reconocer en él a un miembro de la Sociedad de Geografía- gritando: “¡Ah, el canalla!”, y me asestó un puñetazo formidable en la cabeza. Su mujer me golpeaba con el quitasol... Después de todas las fatigas de la noche precedente, caí desvanecido.
Al poco me encerraron en el fuerte de Querlern. Afortunadamente, Pablo, que estaba cerca de mí el día de mi detención, logró escapar.
Elías, encargado de salvaguardar la Biblioteca Nacional, también logró escapar y llegar en septiembre a Suiza. Allí se instaló en Zurich, donde afortunadamente pudimos encontrarnos a comienzos del año siguiente.
Las condiciones de la prisión eran muy duras, pero hice lo posible por continuar trabajando y dar algunas lecciones a mis buenos compañeros de infortunio.
A comienzos de agosto me trasladaron al penal de la isla de Tréberon (uno de los lugares más al occidente de Francia).
Días antes, el ministro Simon, secretario de Instrucción Pública, había llegado a Querlern, en su recorrido por todos los pontones y cárceles. Quiso verme y preguntarme qué me faltaba.
¡Cuánto desprecio me inspiraba ese hombre! Me negué a acudir a su llamado, diciendo que no tenía nada que pedirle. Sé que se molestó, pero, aún así, insistió en su propósito de mejorar mi situación. De ahí mi traslado a la isla. Lo cierto es que este cambio de prisión se debió a mi influencia sobre mis compañeros de presidio. Éramos muy amigos y mis lecciones nunca le agradaron al director, aunque no se atrevió a prohibirlas.
Con otra intención, por supuesto, se interesaron varias veces por mí los editores Hachette y Heztel.
Pero yo permanecía muy consciente del castigo que podía llegarme.
En la isla me entero, sobre todo por una carta del secretario de la Sociedad de Geografía de París, que están realizando una gestión colectiva para obtener mi liberación. Claro que había una contrapartida que ofrecerle al Estado: unas frases mías de contemporización en una carta privada.
¡No! Rechacé toda intervención de ayuda y me puse a trabajar en un resumen de La Terre, que titularía “Los fenómenos terrestres”.
En el otoño de ese mismo año me trasladaron a Versalles y de aquí a Saint Germain. Estaban preparando el proceso.
El día 15/11/1871 tuvo lugar mi proceso, ante el tribunal de un consejo de guerra compuesto por siete oficiales. Esta fue la sentencia: “El consejo de guerra ha declarado al llamado Reclus Eliseo Santiago, escritor-geógrafo, culpable de haber portado visiblemente, armas durante el movimiento insurreccional de París y de haber hecho uso de tales armas. El consejo admite las circunstancias atenuantes. En consecuencia, dicho consejo condena con mayoría de cinco votos contra dos, al llamado Reclus, a sufrir la pena de deportación simple por aplicación (...) y a rembolsar sobre sus bienes presentes y futuros, a favor del Erario Público, el monto de los gastos de este proceso.”
Nadar, mi buen amigo, sufrió mucho durante el juicio y por ello quiero recordar estas sentidas palabras suyas: “Unos dragones juzgan a un pensador, pero encuentro a Eliseo con su tranquila serenidad...”.
Debía ser deportado a Nueva Caledonia (Isla-colonia francesa en el océano Pacífico, al este de Australia, cerca de las islas Fiji), pues su propósito es silenciarme y matar mi espíritu libre y libertario.
Entonces viví con gran emoción la movilización y las manifestaciones de muchos amigos y otros desconocidos extranjeros. Oswald, Bigelow, Wooward,… presionaron de tal modo que mi pena se conmutó el 15/12/1871, después de once meses y medio de reclusión, por un traslado, esposado y en un coche-prisión, a Suiza. Mi segundo exilio.
¡Cuánta emoción al leer sus declaraciones de apoyo! ¡Qué honor inmerecido!, cuando afirman que mi vida pertenecía no sólo a Francia, sino al mundo entero...
Pero conservo en lo más hondo de mi ser, y recientemente la he vuelto a leer, la carta que me envió Elías cuando conoció la sentencia.
“Querido y bien amado hermano:
Me acaban de decir que has sido condenado a la deportación perpetua. Es este uno de los grandes momentos de tu vida, querido amigo. Has recibido ante toda la Francia, por mediación del Consejo de guerra, el testimonio de que eres un hombre. Te has mostrado firme, digno, honrado, sincero y justo, ante los tiros de fusil, a través de tantas prisiones, y ahora que te espera la deportación. Has procedido tranquila y constantemente, con arreglo a lo que has pensado. Después de siete meses de cautiverio, en lo más hondo e infecto de la sociedad francesa, los enemigos no han podido deshonrarte ni empequeñecerte... Un poco más de crueldad y te hubieran roto: pero todos ellos juntos no te pueden doblar. Tú eres su conciencia. En el fondo no te tengo mucha lástima, mi valeroso Eliseo...
Tú puedes sonreír, con un desdén amargo, ante esos bebedores de absenta y arrastradores de sable, que después de haber proporcionado a nuestra pobre y desgraciada Francia a la más innoble paliza que se conoce en la historia, lavan ahora su vergüenza en la sangre de los franceses sus compatriotas, degollando a los republicanos, acuchillando a los obreros.
Bien considerado, vale más para nuestra causa que se hayan ensañado en ti. Tu absolución hubiese hecho que olvidásemos involuntariamente los crímenes cometidos por nuestros enemigos, y eso no sería justo.
Se trata, amigo mío, de sobrevivir en la desgracia. Ellos te han arrojado al mar en plena tempestad; pero tú eres un buen nadador y deber erguir tu cabeza por encima de las olas.
¿Entre los cuatro muros que te encierran, te acuerdas de hacer gimnasia alguna vez? Procura comer mucho para mantener tus fuerzas; vela sobre tu circulación nerviosa. Que tu espíritu sano mantenga sano tu cuerpo. Ánimo, mi buen Eliseo: volveremos pronto a vernos; volveremos a encontrarnos.
Tu hermano, Elías.”
Las condiciones de mi detención, como la de todos los compañeros que allí dejaba, habían sido extremadamente penosas, física y moralmente.
El día 14/3/1872 llegué agotado a Suiza. Mi mayor preocupación eran mis padres y mi familia. Esto les escribí:
“Mis muy queridos padres:
Desde ayer, estoy libre en una tierra libre. Os ruego que hagáis llegar la grata nueva a Löis y a mis otras hermanas...
Acabo de pasar un año verdaderamente duro y me espanta un poco el recordar todo lo que he tenido que sufrir; el hambre, el frío, la falta de aire respirable, los golpes, los insultos, las groserías de toda especie, el espectáculo de males inauditos, los dolores morales y los sufrimientos físicos. Ahora, todo ha pasado para mí como un mal sueño, pero esta horrible pesadilla dura todavía para numerosos amigos: los había que valían más que yo y que, menos felices, morirán probablemente en la condena. El recuerdo de estos amigos presos me persigue constantemente y me impide gozar de mi propia libertad.
¿Tengo necesidad de deciros, mis queridos padres, por qué me expuse a todos estos males...?
Desde mi encarcelamiento, no puede escribiros libremente una carta explicando mi conducta, pero vosotros me conocéis y sabéis cuáles han sido los móviles. Sin duda, me querido padre, tú dirás que mi conciencia no está esclarecida, pero, tal como ella es, me señaló un camino que yo creí el del deber. Si no lo hubiese seguido, me habría despreciado a mí mismo y ahora llevaría una existencia miserable, roída por el remordimiento...
La estima de mis amigos tanto como vuestro dulce afecto, me han ayudado a soportar este año de infortunio. Vuestro hijo, que mucho os quiere.”
Me dirigí a la casa de Elías, en Zurich (Suiza). Donde aguardé hasta finales de marzo la llegada de mi amada Fanny y mis hijas Jeannie y Magali. Juntos, por fin, nos instalamos en los alrededores de Lugano.
Pronto retomé el ritmo del trabajo, animado por el clima suizo, la proximidad de Milán y su excelente biblioteca, y, una vez más, tener cerca de mi hermano Elías. También poco a poco recupero la relación con mis amigos, geógrafos o anarquistas. Como Miguel Bakunin, casi vecino de mi hermano.
En el estío de ese año suscribí con Hachette el contrato para escribir la Nouvelle Géographie Universell. Templier, su director, no había dejado de insistir en este proyecto editorial, incluso durante mi encarcelamiento.
Son malos tiempos para un comunero, para un libertario, un hombre libre como yo, aunque desterrado lejos de su tierra natal. Templier no quiere arriesgarse y acordamos que debo mostrarme reservado en mis ideas al escribir esta nueva obra.
Yo pensaba en una geografía universal que hacía falta en Francia, ya sobrepasada la obra de Malté Brun, publicada en la primera década del siglo.
Mi idea era una obra en unos diez volúmenes (finalmente tendría 19), escrita en un estilo claro y sencillo, con descripciones de las diversas regiones, pero sin caer en el infinito detalle ni en las fastidiosas nomenclaturas. Sí quería muchos planos, mapas, figuras, dibujos. Para mí esto era fundamental, como después se confirmó, con la ayuda de Doré y otros célebres ilustradores.
Me pongo a trabajar y apenas paro unas breves temporadas en Lugano. Pero en febrero de 1874 recibo otro golpe doloroso en mi vida: fallece Fanny, durante el pato y tampoco sobrevive el hijo que traía a este mundo.
Entonces cambiamos de domicilio. Nos instalamos en Vevey, en los alrededores de Ginebra. Un lugar que me permitirá seguir trabajando y, sobre todo, recibir la ayuda de mis hermanos para cuidar a Magali y Jeannie.
En nuestra nueva residencia recupero parte de mi militancia anarquista, participando en la Federación Jurásica. No obstante, la mayor parte del tiempo lo sigo dedicando a la Nueva Geografía y el sostén que ofrezco a la Federación se puede resumir en algo de dinero y en la redacción de algunos artículos.
La redacción de la Nouvelle Géographie me absorbe por completo. Tengo presente mi compromiso de edición en pequeños y muy baratos fascículos, antes que la publicación en los volúmenes. Es básico que la gente lea y sólo puede hacerlo si logra adquirir los libros. Este es un empeño que he mantenido toda mi vida.
En el verano de 1875 me caso por tercera vez. Me uní a Trigant Beamont, sin formalidades civiles ni religiosas, y sólo ante la presencia de mi familia. Al año siguiente, nos instalamos en Clarens, cerca de Vevey, en una casa que mandó construir Trigant. Allí vivimos hasta 1889.
Poco después de trasladarnos a Clarens, en febrero de 1877, conocí a Pedro Kropotkin. Él había acudido a Vevey, pues quería conocerme. Fue en busca de un anarquista y ambos encontramos un geógrafo en el otro. ¡Y cuánta ayuda me dio!
Por aquellos años, me resultaba imposible viajar a todos los lugares que necesitaba para terminar la Nueva Geografía. Y era del todo punto equivocado y pretencioso que yo escribiera de todos ellos. En muchos casos pedí ayuda, siempre acertada, a buenos amigos, como Gerando, para Hungría, o Kropotkin, para Rusia y Siberia.
Esta obra me absorbía demasiado... Apenas escribía artículos políticos. Mi militancia ya se había reducido demasiado: algunos artículos, varias visitas, un poco de propaganda oral y de vez en cuando unos testimonios de solidaridad entre amigos. ¡No hacía nada! Confiaba en que al menos mis escritos de geografía sirvieran para la causa; así mi trabajo no estaría del todo perdido.
1879... Llevaba ya siete años exiliado, cuando la Cámara de los Diputados votó una amnistía para los comuneros. Pero no para todos. Elías y yo nos encontramos entre los amnistiados. Cuando me enteré, escribí una carta abierta a todos los diputados, en la que les recordaba que muchos de mis compañeros llenaban aún las prisiones o el terrible presidio de Nueva Caledonia. Era mi deber permanecer solidario de su suerte y no volver a casa hasta cuando pudieran hacerlo todos los compañeros comuneros.
Así, pues, seguí en Suiza, en intenso quehacer diario.
1882 fue un año en el que la represión contra nuestras ideas se acentuó. En la región de Lyon la industria de la seda vivía una crisis muy aguda. La agitación social era elevada y la represión gubernamental, terrible. En este ambiente, se producen varios atentados dinamiteros y la prensa agradecida no denuncia a Pedro y a mí, como jefes de ese movimiento revolucionario. Mi amigo, que había sido expulsado de Suiza, fue detenido el 21 de diciembre en la localidad de Leman. La prensa voraz reclamó mi apresamiento. Yo me ofrecí, pero jamás fui citado. Pedro fue condenado al maximun, 5 años. Entonces pasé a encargarme, en lo que pude, de la publicación de “La révolté”.
Con relación a esta forma de “propaganda por el hecho” mis manifestaciones son nítidas. Los cohetes lanzados al azar para demoler escaleras no son argumentos, no son siquiera armas utilizadas a sabiendas, puesto que pueden funcionar al revés en contra del pobre y no contra el rico, contra el esclavo y no contra el amo. Pero me niego a lanzar anatemas en contra de sus autores, como Ravachol, pues toda revuelta contra la opresión es un acto justo, si bien podamos criticar la manera de actuar.
Creo que el ser humano debe tender a la libertad completa, absoluta. Creo que toda opresión llama a la reivindicación y todo opresor, individual o colectivo, se expone a la violencia. Cuando un hombre aislado, arrebatado por su cólera, se venga contra la sociedad que lo mal educó, mal nutrió, mal aconsejó, ¿qué tengo que decir? Es el resultado de horribles fuerzas, la consecuencia de pasiones fatales, la explosión de una justicia rudimentaria? ¿Tomar partido en contra del desdichado, para justificar así de una manera indirecta todo el sistema de infamia y de opresión que pesa sobre él y sobre millones de sus semejantes? ¡Eso jamás!
Mi obra, mi finalidad, mi misión es la de consagrar toda mi vida a lograr que cese la opresión, a hacer llegar el periodo de respeto de la persona humana, a vivir y a morir en la tarea.”
Durante los años siguientes viajé mucho, casi sin descanso. Egipto, Túnez y Argelia, donde estuve varias veces, pues mi hija mayor y su yerno se habían instalado aquí.
Constantinopla, Asia Menor, Hungría, Lisboa, Madrid, Barcelona, Nápoles... Siempre que podía me encontraba con compañeros anarquistas.
En 1889 viajé durante varios meses por Canadá y los Estados Unidos de Norteamérica. Pude volver a algunos de los lugares donde estuve más de treinta años atrás. Reconozco que regresé a Francia con un recuerdo distinto del pueblo americano.
En el verano de 1890 volví a París, si bien apenas me quedé un par de semanas en la ciudad. Todavía no había terminado todos los capítulos de la Nouvelle Géographie y emprendo viaje por España, Portugal, América del Sur y otra vez los Estados Unidos. Estos largos viajes terminaron en el ecuador del año 1893, entre Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. Al acabar este año pude concluir la Nouvelle, con el capítulo XIX, dedicado a L' Amazonie et la Plata.
Entre tanto viaje, en 1892 la Sociedad de Geografía de París decidió otorgarme su medalla de oro por la publicación de la Nueva Geografía. Demasiado honor. Huir, como le dije a mi hermana Luisa, fue mi primer grito. Finalmente, acepté.
Un año antes había recibido otra noticia que me llenó de satisfacción. La Universidad Libre de Bruselas me había llamado para fundamentar allí la enseñanza de la geografía. Pero jamás podré tener allí un lugar. A la división interna del consejo directivo de la universidad, se sumó el efecto que les causaron unos recientes atentados. Por mi parte, me negué a retractarme de mis palabras y pensamientos sobre estos actos, de sobra conocidos por todos. ¡Defenderé mi dignidad de geógrafo aunque anarquista y de anarquista aunque geógrafo!
A la par, mi familia sufre continua vigilancia policial, registros en su domicilio y una amenaza de arresto obsesiva hacia mí.
La represión de aquellos días sí liquidó algunas de las publicaciones anarquistas más destacadas, como la Revue Libertaire (20/2/1894), le Père Peinard (21/2) y La Revolté (10/3/1894).
En marzo del año siguiente (1894), y como colofón a la agitación estudiantil y de partes del profesorado de la Universidad Libre, se creó la Nueva Universidad Libre de Bruselas, en la que me ofrecen un puesto docente.
He mantenido cierta prudencia sobre el futuro de nuevos centros como este. Son muy alentadores estos proyectos, pero no se debe exagerar su importancia, ya que no es posible modificar el programa de los exámenes ni el sistema de diplomas, y el personal estudiantil continuará componiéndose de jóvenes que saben que son privilegiados y a los cuales sus exámenes darán injustas ventajas en la batalla de la vida. Así es que, a pesar del hermoso grito de guerra de la Nueva Universidad: ¡Hagamos hombres!, ella contribuirá también en cierto modo a hacer explotadores.
Por mi parte, deposito muchas más esperanzas en otro aspecto de la enseñanza, representado por el Instituto de Estudios Superiores y los cursos de Extensión Universitaria que se dirigirán al gran público.
Así, considero que una de las mejores acciones fue la creación del Instituto de Geografía, del que fui su primer rector y donde tuve el placer de compartir la docencia con Pedro Kropotkin, entre otros.
La Nueva Universidad ha alcanzado un buen reconocimiento internacional, pero entonces, en 1894, no tenía local para establecerse. Los “Amigos Filántropos de Bruselas” ofrecieron sus salones para que pudiera empezar mis clases. La lección de apertura sobre Geografía Comparada fue el día 2 de mayo de ese año, y reconozco que la expectación superaba todas las previsiones, como se confirmó por la numerosa asistencia que llenó todo el edificio.
Al año siguiente, la Sociedad Real de Geografía de Londres me dio un sonoro apoyo, por encima de diferencias políticas y religiosas. Me concedieron una medalla de oro, que recibí conmovido por el honor que me dispensaban.
Pero la medalla no llegó a Bruselas; mi familia y muchos de mis amigos no pudieron verla. La convertí en moneda en Londres, pues era más necesaria para atender a numerosos compañeros rusos, franceses, españoles... que vivían con crudeza el dolor de la emigración forzosa en tierras inglesas.
En fin, desde 1894 vivo mi tercer exilio y dada mi edad temo que sea definitivo...
Nada más pisar Bruselas a mi regreso de Londres, me puse a trabajar en una nueva obra: El Hombre y la Tierra. El inicio fue duro, ya que el cambio en la dirección de la editorial Hachette me llegó a romper la relación que manteníamos desde hace tantos años.
Por supuesto, sigo con mis clases en el Instituto, que tanta alegría me daban.
Varios años más tarde, en 1897, creé la “Sociedad de los mapas y los trabajos geográficos” que lleva mi nombre. Una vez más, resultó un absoluto fracaso económico, que no científico, pero sí supuso quedarme empeñado definitivamente.
Voy a seguir deprisa, estoy cansado, presiento que me queda poco tiempo para contar y escribir...
El año pasado logré publicar “El Hombre y la Tierra”. Más de 4.500 páginas. Y a los pocos meses recibí la visita del compañero Francisco Ferrer, gran divulgador de mis libros en España, que ya se ofrecía a publicarla allí.
En medio de esta vorágine he realizado algunos viajes, muy cortos ya, por Escocia, Londres, Argelia...
Hoy, 11 de febrero de 1904 ha muerto Elías... Me llega el turno.
Mi queridísimo, ¡y de tantos!, Elías, se ha dormido dulcemente después de seis semanas de la enfermedad que se apoderó de él. Desde hace algunos días lo deseaba: “¡Basta! ¡Basta!”, le decía a su hijo Paul. No porque sufriera, sino porque comprendía la inutilidad de la lucha, y en la lógica de su inteligencia, siempre lúcida, pedía que la vana resistencia tuviese un término.
Y ahora el cuerpo rígido se halla extendido sobre el lecho de la habitación vecina. Al alcance de mi mano están los bellos libros que no ya no volverá a abrir, los manuscritos tan bien ordenados, maravillosamente escritos, como Los Primitivos, todo ese mundo de pensamientos originales y de cosas bien dichas.
Me resta continuar su obra en proporción de mis fuerzas: el buen deseo no me falta.
Elías, vas a continuar viviendo entre nosotros... y nos hemos muerto en ti.
“La Geografía es la historia en el espacio, del mismo modo que la Historia es la geografía en el tiempo...”
“Lo bello es una idea pensada en todos sus detalles...”
“La anarquía es la más alta expresión del orden...”
Gracias, compañero Eliseo...
(El texto que sigue es un breve “relato biográfico” sobre los últimos meses de su vida, que presentamos como si fuera redactado por su amigo y sobrino Paul, hijo de Elías, a las pocas horas de su entierro en Ixelles.)
Ixelles, miércoles 6 de julio de 1905
Cuando pienso en mi tío Élisée, entre mis primeros recuerdos le veo sentado en su escritorio. En él se pasaba el tiempo tarareando por lo bajito una cantinela que parecía ser esencial para la redacción de su prosa.
No corregía muchos sus textos. Una vez había dado con la idea, sabía ponerla en palabra fácilmente. Trabajaba con una gran constancia; su divisa era “cada día una página”. Podía escribir, con lápiz, en los lugares menos frecuentes: cuando el tren paraba, en la sala de espera de una estación, en el extremo de la barra de una taberna. Llevaba en su bolsillo, dispuesta a modo de una cartuchera de soldado caucasiano, toda una parafernalia de lápices distintos.
Su memoria era prodigiosa: para comprobar un dato se levantaba de la mesa, cogía el libro exacto, lo abría por la página deseada y enseguida continuaba escribiendo.
Era un excelente caminador. Sus hijas cuentan cómo le gustaba jugar al escondite con sus hijos y trepar a los árboles cuando veía que podía ser descubierto. Nunca pudo estar mucho tiempo sin practicar el ejercicio físico; ya cincuentón, asistió a una clase de gimnasia con su futuros yernos Régnier y Cuisinier y conmigo. Vio a Régnier dando un peligroso salto en el trampolín y él, muy ilusionado, se apresuró para repetir lo mismo.
Y desde muy joven se mantuvo fiel al vegetarianismo, enemigo de las carnes por delicadeza humanitaria y repugnándole las bebidas espirituosas. Pero en estos últimos meses, su discreta compañera y toda su familia, sin que él lo supiese, le hemos mezclado jugos concentrados en los platos de verduras, a fin de aumentar de este modo su débil nutrición.
Mi tío llevaba un tiempo enfermo. Apenas nos quería decir algo, pero todos lo notábamos. No sólo eran achaques de la edad; sobre todo, eran las huellas de una dura vida la que venía ahora a mostrarse con cierta crudeza.
A principios de febrero pasado acudió a París para pronunciar un discurso. No pudo pronunciarlo... Estaba tan emocionadísimo por la alegría de hallarse en París, en el París revolucionario, que a los cinco minutos interrumpió su alocución. El discurso fue leído por un camarada que le acompañaba.
No sólo fue la emoción de estar en su París, ni la de los revolucionarios acontecimientos de Rusia... Sintió punzadas en el corazón. Estaba muy enfermo y sólo su tenacidad e ímpetu por vivir le mantenían en una intensa actividad. Sus ojos siempre nos transmitieron juventud y fuerza, incluso orlados por la aureola de plata de sus cabellos.
Fue un discurso intenso, que concluía así: “... Lo que habrá de ocurrir, la historia reciente nos lo enseña victoriosamente. La Internacional naciente proclamó que la emancipación de los trabajadores sería obra de los trabajadores mismos. La emancipación de los pueblos se hará por la acción revolucionaria de los pueblos por fin desembarazados de sus pastores. Los acontecimientos que se desarrollan en Rusia nos ayudarán a comprenderlo. Los obreros que sufren no irán en procesión, suplicantes, hacia el Palacio de Invierno.”
Pero Eliseo nunca quiso transmitir desaliento, por grande y doloroso que fuera su pesar. Recuerdo que a finales del mes de diciembre de 1880, cuando aún permanecía en el destierro al rehusar su revocación por no ser extensiva a los comuneros presos, me escribió para rogarme que le excusara ante un amigo mío, Cuisinier, que le había visitado unos días antes en Orthez (a pesar del destierro, hacía lo posible para ver a sus padres).
Me decía que estaba muy arrepentido por haber cometido un grave error al despedirse de mi amigo, a quien dejó entristecido el corazón: “Nosotros no debemos a los jóvenes más que palabras de confianza y aliento. Nuestra tarea es difícil para todos y, sin embargo, hay que resistir. Para este valioso combate debemos renovar incesantemente nuestras fuerzas, y esto es precisamente lo contrario de lo que hice con tu amigo. ¡Que él me desmienta con su valentía! Y que un día se vengue noblemente de mí trayéndome palabras de aliento en lugar de aquellas que pronuncié ante él.”
Esto es lo que mostraba sobre una relación individual y concreta, pero podemos hallar comportamientos similares respecto a otras relaciones. La señora Clara Mesnil, estimadísima amiga de mi tío, me contaba que el verano pasado había recibido una carta de él desde Bruselas, en la que comentaba las primeras páginas de la Historia de la Montaña. Eliseo se preguntaba si, en el fondo, no tenían un defecto: falta de sinceridad. Decía que recordaba que entonces se hallaba en prisión y, para más sentía alrededor suyo el muro espeso, casi impenetrable del odio, de la aversión del mundo entero contra la Comuna y los comunardos. Reconocía que quizá hubiera tomado una redacción en contra de su verdadera naturaleza.
Para mi tío la amistad, la camaradería, fue un horizonte nunca perdido. Élisée siempre quiso mucho a sus amigos, que tuvo por centenares. Para todos tenía un recuerdo, una carta y una visita cuando se hallaba cerca. A pesar de que mantuvieran diferencias en sus ideas.
Por eso también quiero referirme a las relaciones que mantuvieron Miguel Bakunin (1814-1876) y él. Largas relaciones, pues se conocieron en París, en 1864, seguramente presentados (también mi padre) por Herzen (1812-1870) o los amigos polacos.
Es cierto que mi tío se inclinó años después por los planteamientos de Pedro Kropotkin, pero desde el primer día el afecto y el respeto caracterizó sus conversaciones, sus debates o sus cartas.
Miguel tenía por dos sabios a mi tío y a mi padre, al mismo tiempo que los consideraba como los hombres más modestos, más nobles y más desinteresados, así como los más consagrados a sus principios que había encontrado en su vida. Bakunin reconocía que estuvieron unidos en los principios, si bien se habían separado, casi siempre en la cuestión de la realización de los principios.
En 1874, ya retirado para redactar sus Memorias, Miguel Bakunin pidió a Eliseo que se encargara de su redacción literaria en francés, aceptado por este pocos días después en una carta que le envía el día 14 de diciembre de ese mismo año, y reiterado en otra que le escribió el 8 de febrero de 1875 desde Tour de Peilz, a orillas del lago Leman (Suiza).
Esta segunda carta no deja lugar a dudas sobre su amistad y el respeto mutuo. Mi tío le decía que no era preciso que hubiera leído su anterior carta para saber que seguía siendo su sincero amigo y su hermano independiente (“Independiente”: esta palabra, según Nettlau, señala la actitud de Eliseo respecto a Bakunin; cuando se conocen, en 1864, era su hermano en el seno de la misma organización de fraternidad internacional y en 1875 sigue siendo su hermano, pero quiere ser independiente ), mostrándose a su completa disposición para cumplir su petición, esperando con impaciencia sus Memorias.
Bien distinta es la actitud mantenida por Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895) hacia Eliseo y mi padre, plena de desacuerdos y un juicio que roza la envidia y el odio. Dejo estos dos botones como muestra. En 1867 Marx escribió: “Lo que piensan los socialistas que hablan francés me divierte particularmente. Están representados, claro está, por la triste figura de los hermanos Reclus, cofundadores de la Alianza y perfectamente desconocidos por lo que respecta a obras socialistas”.
Engels se expresaba también con rencor y dureza, como en esta carta que en 1877 dirige al político alemán Liebknecht: “Eliseo es un compilador vulgar y nada más... políticamente es un cafouilleur (el que anda por sendas torcidas) y un impotente.”
Eliseo tuvo la suerte de no ser un especialista. Sabiendo documentarse muy bien utilizó todas sus facultades. Literato, observador de la naturaleza, despreciando el orden establecido, fue un geógrafo que todo el mundo pudo leer sin una preparación. Vió el globo y el suelo, la atmósfera y las aguas; vio en todas partes la vida que bulle y el hombre y sus pasiones, y al mismo tiempo que veía todo eso en su estado estacionario, no olvidó las fuerzas que están siempre alertas para modificar el aspecto transitorio de las cosas.
¿Un compilador vulgar...? Fue hasta el límite de su pensamiento sin agotar ninguna cuerda de su lira...
Marx y Engels siempre les reprocharon que negaran toda acción política (legal, debe entenderse) que no tuviera por finalidad inmediata y directa el triunfo de los trabajadores sobre el capital.
Pero Eliseo y Elías estaban persuadidos de que ningún cambio profundo sería amistoso. Por ejemplo, sirva este recuerdo de una nota que envía Eliseo a Pierre Faure en 1869: “Se necesita estar ciego para no ver que se preparan grandes cambios sociales y no es mucho anticipar el prepararse a ello. ¿Acaso será amistosamente como los patronos y los asalariados, los burgueses y los obreros procedan a la liquidación social? ¡Ay! Somos todavía muy bárbaros para que podamos admitir semejante esperanza.
Hoy le hemos enterrado en el cementerio de Ixelles (pequeña localidad próxima a Bruselas). A quien primero he escrito ha sido a nuestro querido amigo Pedro Kropotkin.
En las últimas semanas había comenzado a declinar rápidamente, las crisis se repetían con más frecuencia. Antes de ello, pensábamos que con esos altibajos, podría todavía durar largo tiempo. Durante ese periodo nuestra posición se había vuelto muy difícil: las visitas de gentes indiferentes provocaban en él crisis –por repulsión, diría yo-; pero las visitas de amigos lo emocionaban todavía más y lo sumían casi regularmente en crisis dolorosas. La última vez que lo vi fue el día 29 de junio.
Sus últimos momentos de dicha fueron el lunes, algunas horas antes de su muerte, al escuchar la lectura de los telegramas de Rusia que informaban sobre la revuelta de los marinos del Kinias Potemkim.
Alguien le susurró la noticia: “¡El acorazado Potemkim se ha sublevado en Sebastopol!” Entonces se incorporó, la frente alta, y en los ojos aquella llama de juventud que iluminó su vejez hasta los últimos instantes de su vida: “¡La Revolución...! ¡Al fin!”
El sábado 3 de julio, teniendo por testigos a sus hermanos Luisa y Paul, había recomendado que nadie siguiera su entierro, ni aún los suyos, puesto que todos los amigos querrían hacer lo mismo.
Pidió que sólo yo le acompañara. Y he aquí como esta mañana, a las ocho, he asistido, absolutamente solo, a la inhumación de nuestro querido Élisée. Había pocos curiosos; era muy temprano, y su voluntad pudo ser cumplida al pie de la letra y en su espíritu.
En la misma tumba, con la misma lápida. Elías y Eliseo, hombres libres, hermanos y amigos eternos. ¡Salud!
* La Confederación Sindical SOLIDARIDAD OBRERA ha organizado dos JORNADAS en RECUERDO de ELISEO RECLÚS. Se celebraron en Madrid los días 4 y 5 de julio de 2005.